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El remedio y la enfermedad

Joaquín Trujillo S..

El remedio y la enfermedad

Y es que la autonomía colectiva (entre las que se ubica, por ejemplo, la regional, comunal, etc.) y la individual (donde tenemos cuestiones tan sensibles como la libertad de expresión) necesitan, querámoslo o no, un marco de referencia común.

No se sabe bien desde cuándo los seres humanos claman por grados de autonomía o independencia, que son a veces de tipo individual, y otras, colectivo.

Las de tipo colectivo son quizás las más antiguas. Distintos pueblos revindican la identidad que los hace distintos, se fijan en sus usos y costumbres propios y los refuerzan.

Poco a poco fue surgiendo la necesidad de autonomía no solamente colectiva sino también individual. Las personas exigieron decidir su religión, sus opciones políticas, sus profesiones u oficios, el control sobre su cuerpo.

Ambas formas de autonomía se fueron combinando, pero no por eso han sido siempre compatibles.
Es interesante comparar lo que ocurrió en Francia y Alemania en los siglos XVI a XVIII. Ambos países estuvieron atravesados por las luchas de la autonomía colectiva, primero, e individual, después. En tiempos de las guerras de religiones el problema era qué pasaría si la colectividad común religiosa se rompía por opciones individuales.

Pero mientras en Francia las soluciones ilustradas, especialmente a patir de la Revolución Francesa, fueron para ese país en su totalidad, en Alemania no fue así. Como allí eran, hasta bien entrado el siglo XIX, tan poderosas las autonomías colectivas de los principados, cada solución corría por cuerda separada. Figuras tan geniales y profundamente individuales como los poetas Goethe y Schiller se vieron en la obligación de ofrecer explicaciones, en razón de sus actos menos audaces, no a un rey, sino al señor feudal de su localidad.

No digamos que el centralismo francés fuera muy libre. El hecho que el rey Luis XIV haya concentrado en el Palacio de Versalles a todos los líderes locales de Francia, transformándolos en su servidumbre personal, había sido el otro extremo del mismo defecto.

Y es que la autonomía colectiva (entre las que se ubica, por ejemplo, la regional, comunal, etc.) y la individual (donde tenemos cuestiones tan sensibles como la libertad de expresión) necesitan, querámoslo o no, un marco de referencia común.Si ese marco no existe abundan lo que en la historia de Europa se conoció como feudalismo, y en la de América, caudillismo. Vale decir, líderes locales, carismáticos, que poco a poco se hacen del control de los territorios. Al principio, puesto que conocen de cerca los problemas más concretos de su comunidad, ellos son una delicia. Sin embargo, con el paso del tiempo, el poder corrompe, y nadie está a salvo de acumular demasiado.

De ahí que una manera de controlar ese desmadre haya sido generar poderes a nivel general que entren en tensión con el local. Así se frustran los absolutismos de gran escala, como los de pequeña. Es un sistema de pesos y contrapesos entre lo general y lo local.

El asunto se ha vuelto fundamental con el proyecto de nueva Constitución. El centralismo santiaguino ha engendrado una reacción contraria: un localismo que, descontrolado, podría ser como el peor remedio para la enfermedad, si es que las personas, desde sus propios territorios, no permanecen atentas a los procesos en curso.