Es riesgoso volver a lugares donde fuimos muy felices, si pretendemos recuperar toda la felicidad que allí sentimos.
Me lo decía a fines del 2007, en una estancia argentina en que habíamos despedido el 2000.
Ese año habíamos galopado por las verdes avenidas del parque hasta llegar a un muelle, y de allí nos habíamos abierto un camino entre los juncos para en lancha explorar la laguna. Habíamos llegado a una balsa, en que habíamos contemplado la puesta del último sol del milenio. Siete años más tarde, esperábamos la misma lancha, pero todavía no me llegaba la enorme felicidad de antes. ¿Era porque la lancha se tardaba? ¿Porque la gente no era toda la misma? ¿Porque habían muerto los olmos del parque? ¿Porque sus ramas secas prefiguraban el año en que para uno, la naturaleza ya no se renovará? ¿O porque la felicidad prefiere sorprendernos cuando menos la buscamos?
El camino entre los juncos que la lancha se abre esta vez es como un corredor, porque la laguna allí es larga y estrecha. Un corredor que nos lleva de nuevo a la balsa. Como en el último día del 2000, nos tiramos de la balsa de piquero al agua.
Es en ese momento que me invade de nuevo la felicidad. Es el golpe del agua en la cara, creo. El agua es tibia al nadar, pero cuando uno busca el fondo, se pone helada y densa. Algo en el fondo parece querer envolverme los pies, en una suerte de abrazo helado, un abrazo sensual que da placer y temor. A todos nos pasa. Por eso nos miramos y nos reímos. Son las algas, dice alguien. Pero Martín, nuestro anfitrión, dirá, con la precisión poética que lo caracteriza, que es el beso de las sirenas.
Un enorme sol roza un horizonte que, en la llanura, parece de una lejanía infinita. Las pocas nubes blancas ya tienen manchas color naranja. Los elementos son tan simples, me digo. ¿Será por eso que nos conmueven? La llanura, los juncos, el corredor de agua que nos abrimos entre ellos. El corredor hacia el horizonte. ¿Hacia la muerte? ¿Cómo la del sol que se pone? ¿Por qué pienso en la muerte en un momento tan feliz? ¿Porque la felicidad es frágil? Tal vez no podamos, como seres mortales, pensar en el infinito sin pensar en la muerte. «Les horizons funèbres», dirá Martín después, pa-ra referirse a los horizontes de la vasta llanura, evocando las «oraisons funèbres» de Bossuet, oraciones que desnudan la precariedad de la gloria y de la belleza que Dios nos otorga en la tierra.
Nos vamos retirando en la lancha, nos alejamos del sol mitad desaparecido, y ya nada altera nuestra felicidad, reducidos como estamos a emociones elementales, esenciales. Las mismas del año 2000. Ya no importan las pequeñas diferencias. Da lo mismo que la gente no sea toda la misma. Da lo mismo incluso cuando una inglesa me pregunta si estamos al norte o al sur de la línea ecuatorial.
Volvemos al parque plantado por esos consumados paisajistas que son Martín y sus antepasados, y nos acercamos al fuego del asado. Pero aun al comer, no salimos del embrujo elemental del campo. ¿Qué más elemental que arrancar con ávidos dientes la carne pegada al hueso que agarramos con las manos? ¿Qué más elemental que las brasas del fuego y el silencio de los antiguos árboles en la noche sin viento?
La felicidad ha sido no sólo recuperada, sino enriquecida, pienso, porque convive la actual con la de entonces. Doble felicidad que se da porque la llanura nos abre a nuestra esencia. Sólo después, ya cobijados en la elegante casa de la estancia, nos distraerán, de nuevo, los adornos. También los apreciamos, y mucho, porque los seres humanos no estamos hechos para estar expuestos sin descanso a la felicidad elemental.