Para corregir una crisis económica provocada por un largo derroche fiscal, no hay alternativas a la de eliminar el derroche. A lo mucho, se puede discutir la velocidad con que se hace. Pero como se ha visto en Grecia, y hasta cierto punto en Francia, es casi imposible convencer a la ciudadanía de las medidas que se necesitan.
Parte del problema es que los economistas que ahora recomiendan austeridad han perdido su prestigio, porque son vistos como cómplices de una crisis que no previeron; y cuando la crisis es muy profunda, el camino que proponen parece prohibitivamente largo y sacrificado. De allí la tendencia de la gente a dejarse seducir por políticos aun más voluntaristas y populistas que los que provocaron la crisis. Como en Francia, donde en segunda vuelta ganó el candidato menos proclive a la austeridad, y donde en la primera, candidatos populistas extremistas, de derecha y de izquierda, reunieron más de un tercio de los votos. O como en Grecia, donde extremistas de izquierda y de derecha superaron el 40 por ciento de los votos, todos con programas de rechazo a la austeridad, y todos sindicando a diversos «enemigos» (Alemania, el FMI, los bancos, los inmigrantes) como los culpables de la crisis. Si bien la historia no tiene por qué repetirse, conviene acordarse de que la recesión de los años 30 redundó en figuras como Hitler y Mussolini, ambos voluntaristas violentamente extremos.
La crisis europea -para qué hablar de la argentina, donde la economía vive en un estado de suspenso diario- debería dejarnos en Chile con una sensación de orgullo y de alivio, porque por décadas nos hemos aferrado a la disciplina fiscal. En Chile, con tantos logros acumulados y tantos ejemplos aleccionadores a la vista, el riesgo de voluntarismo populista debería ser nulo. Desgraciadamente, nuestro largo apego a la disciplina en sí mismo acarrea riesgos. La gente siente que la distancia que nos separa de las crisis de Europa o Argentina es casi infinita, y se vuelve complaciente. Si estamos tan lejos de ellas, ¿no nos podremos permitir por alguna vez una pequeña fiesta? Por su lado, los políticos en Chile parecen incapaces de pensar en el futuro. Eso es muy grave, porque los descalabros económicos empiezan a gestarse justo cuando a los políticos les da por subordinar el futuro al presente.
Los derroches siempre empiezan de a poco. Empiezan por goteo. De allí se acumulan, y años más tarde es casi imposible revertirlos, como en Grecia o Argentina. En los últimos 22 años, los gobiernos en Chile los han evitado heroicamente, pero desde la política se han creado expectativas peligrosas. Por otro lado, los economistas han perdido prestigio aquí también. Las políticas económicas del Gobierno han sido buenas. Se ha ido recuperando la productividad, y el gasto fiscal ya no crece más que el PIB. Pero la retórica no ha sido tan cautelosa, contribuyendo a inflar las expectativas: absurdamente, porque en el fondo la gente anda más contenta cuando alberga expectativas moderadas y realistas. Le gusta que le cuenten la firme, para saber a qué atenerse.
Por eso, y dada la situación del mundo (llegan malas noticias también de Brasil, de China y de la India), es recomendable que el Gobierno se vuelva más cauteloso. No son tiempos para «no querer alarmar» a la ciudadanía. No hay riesgo de minar la confianza económica invocando nubarrones externos que todo el mundo percibe; la confianza más bien se fortalece cuando la gente siente que su gobierno será capaz de identificar los peligros, y de decirnos con tiempo cuándo tenemos que escaparnos a los cerros. Eso es importante en un país que es tan vulnerable a las tempestades económicas externas como a los terremotos.