Hay una antigua tesis según la cual la América de habla inglesa es próspera porque los europeos llegaron con sus familias a trabajar, a forjarse una vida a través del esfuerzo, mientras que en la hispana habrían llegado a conquistar y a llevarse el oro. Es una tesis simplista, pero sirve como metáfora de actitudes distintas frente a cómo se obtiene la riqueza. Por un lado, está la que prima en países exitosos: la de creer que la riqueza es producto del esfuerzo y la creatividad. Por otro, está la que prima en países fracasados: de creer que la riqueza es dada por la naturaleza o por Dios. Estos países eligen gobiernos que prometen repartir la riqueza, en vez de forjar las condiciones para que se multiplique. Propenden a luchas de clases, porque no existe el concepto de trabajar y competir por crear algo nuevo, sino el de agarrar algo que otro ya tiene. Propenden a la desigualdad, porque los ganadores se aferran al botín conquistado, atendiendo sus promesas paternalistas con la repartición de meras migajas.
En el primer tipo de país reinan la democracia y la economía de mercado. En el segundo, el populismo autoritario. En América Latina ha tendido a florecer el segundo. Algunos dirán que es por los recursos naturales que tenemos. Los venezolanos, ¿cómo no van a creer que la riqueza es algo que el país simplemente tiene, algo que se les debe como derecho? ¿Cómo no van a elegir a un gobierno como el de Chávez, que promete repartir? Sin embargo, Australia y Canadá también tienen inmensos recursos naturales. Pero allí nunca los creyeron sustitutos al esfuerzo. El éxito de esos países está a la vista: no sólo son ricos, son igualitarios. En cambio Venezuela, a pesar de tanta redistribución, es un país con terrible pobreza. Sus gobernantes nunca les tiraron más que migajas a los pobres, mientras aprovechaban el control estatal de la economía, que supuestamente se necesita para redistribuir, para más bien asignarse rentas a sí mismos.
Chile, a pesar de las tentaciones de ser un país minero, ha logrado forjar una exitosa combinación de democracia y de mercado. Ha primado la razón sobre la demagogia, el esfuerzo sobre el voluntarismo. De allí nuestros grandes éxitos en comparación con el resto del continente. Hay fuerte evidencia de que la gran mayoría de los chilenos apoya lo que hemos logrado, apoya el modelo. En especial los más jóvenes: según una encuesta de Inacap, un 77 por ciento de ellos cree que, para surgir, lo más importante es «ser constante y trabajar responsablemente». Pero las elites chilenas, sean de izquierda o de derecha, sean políticas o eclesiásticas, parecen querer volver al populismo que tantas miserias nos trajo en el pasado.
¿Qué les pasa? ¿Les molesta una sociedad en que cada vez más ciudadanos se valen por sí mismos, necesitando cada vez menos a los políticos? ¿Les irrita que la gente esté en el «mall», en vez de estar marchando en la calle gritando consignas?¿Piensan que, en una de esas, podrían acceder a ese botín que se acumula en el exterior? ¿Si sólo se libraran de ese terco ministro de Hacienda? ¿De allí repartirlo para ganarse incontables votos y, por qué no, también guardarse una tajada? ¿O es que están embrujados por el fantasma populista que recorre parte -ojo, que sólo parte- de América Latina?
El extraño viraje reciente de la DC es un último ejemplo de este nuevo populismo de las elites. Co-mo lo es la aseveración de un candidato presidencial de derecha, de que con aportes fiscales se podría eliminar la pobreza «en sólo dos años». ¿Será que queremos volver a ser un país de conquistadores, dedicados a despojar el tesoro del Inca?