El Mercurio, 3 de marzo de 2017
Opinión

El verano que se acaba

David Gallagher.

Semana curiosa esta. ¿Es la última de febrero o la primera de marzo? ¿La que nos arroja a un nuevo año de trabajo, o la que nos da tregua todavía?

Me hago estas preguntas mientras nado entre dos balsas que hay delante de la playa a la que vamos. Es el penúltimo día de febrero, y eso me tranquiliza, sobre todo porque en la noche he de volver a Santiago. Pero algo de culpa tengo, porque sé de amigos que ya volvieron. Felizmente la culpa se disipa. La disuelve el frío del mar en la cara.

Desde el mar, me pongo a contemplar el paisaje. La bahía amplia, sus cerros contundentes, el bosque nativo en la quebrada, la playa, el mar. A veces está plano como un lago, pero a veces, con la marejada, el mar parece empinado, de manera que desde las balsas, la playa se ve como abajo, y uno siente que para volver a ella, habrá que nadar como bajando por un cerro de agua. ¿Mar como cerro? Me acuerdo de la metáfora de Góngora, cuando confunde cerros y olas y, contemplando el mar y las montañas, ve «montes de agua y piélagos de montes».

En medio de la bahía, en una colina, hay dos palmeras gemelas, muy elegantes. Altísimas, de tronco fino, y de cabezas que parecen rozar el cielo, son los aristocráticos centinelas de la bahía. ¿Dónde estarán plantadas? Solo las he visto desde el mar. A menudo resuelvo preguntar si alguien sabe en qué jardín están, para de allí ir a visitarlas, verlas de cerca, ver si sus troncos son tan largos y angostos y sus cabezas tan chicas y distantes como parecen desde el mar. Pero cuando uno llega a la playa ya no se ven, y uno se olvida de preguntar. Bueno, las veré el próximo año, pienso. Siempre van a estar allí. A diferencia de las balsas, porque en marzo se las llevan, y nadar ya no es lo mismo, porque es sin trayecto definido, sin destino. Por eso cuando finalmente vuelvo nadando a la playa, siento que es por última vez este verano. Voy lento, como para alargar el momento, dejando que las olas me lleven, pero alerta a su tamaño, para evitar, este último día, la humillación de que una ola me revuelque al llegar.

De vuelta en Santiago me pongo a reflexionar en el difícil año que viene. Es un año sin balsas. Sin destino claro. Rara vez hemos vivido con tanta incertidumbre. ¿Qué hará el Gobierno? ¿Seguirá estancada la economía? Fue duro ver a Chile como el país de menos crecimiento en la Alianza del Pacífico, a pesar de los nobles esfuerzos del ministro de Hacienda. Por otro lado, ¿será tan sucia nuestra campaña electoral como fue la de Estados Unidos? Es preocupante la creciente judicialización de la política, dominada cada vez más por un diputado que ha presentado 21 querellas contra sus colegas. Increíble que estas se admitan y que las fiscalías gasten dinero de todos los chilenos para «investigarlas». Peor aún que otros políticos las celebren.

Otra gran pregunta: ¿sobrevivirá la Nueva Mayoría? ¿Qué rumbo tomará la DC, tras el portazo que le dio Cuba a Mariana Aylwin, una de las pocas figuras políticas que se expresan con sensatez en nuestro país? No solo el PC ha reaccionado con mezquindad. El PPD y PS han dejado mucho que desear, para qué hablar de las insólitas palabras de Alejandro Guillier. ¿Tomará la DC la gran oportunidad que se le presenta de independizarse de una coalición que la denuesta y desprecia? Lo preguntan todos esos votantes moderados que la Nueva Mayoría ha abandonado, y que no se animan a mudarse a la derecha. ¿Por qué no apuntar a ellos y convertirse en el partido bisagra de centro que cualquier Presidente necesitaría para gobernar?

En resumen, ¿nos espera un futuro sensato, racional, o caeremos en manos de populistas? ¿Tendremos un país próspero y justo, en que podamos desarrollar nuestras propias utopías, o tendremos que someternos a utopías colectivas ajenas?