La propuesta de que los parlamentarios puedan competir para ser electos gobernadores regionales (esa nueva autoridad creada por una muy discutible reforma), es preocupante. No por la propuesta en sí, sino por las reacciones que ha generado.
Los parlamentarios en ejercicio pueden correr para la Presidencia, incluso cuando su período se extiende más allá de la fecha en que empieza el gobierno al que aspiran.
La reacción de la opinión pública es reveladora del clima que hoy la caracteriza: crispado, hipersensible, medio histérico. Un clima así, tan propenso al escándalo, solo puede oscurecer la cuestión debatida: ¿Deben o no los parlamentarios tener la posibilidad de competir para gobernadores regionales sin renunciar a sus cargos?
Los parlamentarios en ejercicio pueden correr para la Presidencia, incluso cuando su período se extiende más allá de la fecha en que empieza el gobierno al que aspiran. Fue el caso de Eduardo Frei en las elecciones de 2009: candidato presidencial siendo senador, perdió y siguió en el Senado hasta el fin de su período en 2014. Y puede ser el caso de Alejandro Guillier este año. Si corre y pierde, podrá seguir como senador hasta 2022.
También pueden correr en las elecciones de consejeros regionales, incluso en las regiones de sus distritos y circunscripciones. La única limitación es que no se puede ser candidato en estas elecciones simultáneamente, es decir, no para Presidente de la República o consejero regional y, al mismo tiempo, para reelegirse como diputado o senador.
Los parlamentarios, entonces, tienen libertad para participar en elecciones sin dejar su cargo. La posibilidad de ser candidatos a gobernadores regionales solo sería una nueva manifestación de ella. Gozan de esta libertad porque no tienen facultades de gasto. Tienen, por supuesto, la ventaja electoral que da el hecho de ser parlamentarios, pero ella puede reducirse aumentando la competencia electoral por dos vías: limitando su poder como candidatos incumbentes y reforzando el de los desafiantes mediante un mayor financiamiento privado de sus campañas.
Esto es mejor que el mecanismo de las inhabilidades que pesa sobre otras autoridades que, además de su incumbencia, tienen facultades de gasto. Es, por ejemplo, el caso de los ministros de Estado, subsecretarios, gobernadores regionales, delegados presidenciales regionales y alcaldes, quienes, para optar al Congreso, deben renunciar a sus cargos un tiempo antes de la elección. Los parlamentarios, ya se ha dicho, no. Se podrá discutir la asimetría de esta regla, pero no el hecho de que ahora se aplique a los parlamentarios que quieran ser gobernadores regionales. Se puede cuestionar la regla, pero no su aplicación a un caso que cae bajo ella.
Esto lleva a otra reacción, la del gobierno. En lugar de confirmar la aplicación de una regla general a uno de sus casos particulares, sugiere transformar la regla en excepcional: se aplica a la elección de este año y no a las siguientes. Un compromiso para calmar a los parlamentarios que deben votar esta reforma y a la opinión pública.
Pésima solución. Introduce sin ninguna necesidad incoherencia en un sistema. Y hace exactamente lo contrario a lo que debe hacerse cuando alguien decide algo que, por beneficiarlo o perjudicarlo directamente, le genera un conflicto de interés: no aplicarlo a sí mismo, sino a los que vienen. Este desfase temporal reduce el conflicto de interés. Conflicto, sin embargo, que ni siquiera parece existir en este caso, pues, vale la pena repetirlo, solo sería la aplicación de una regla general. De prosperar esta solución, sí que habrá razón para el escándalo.