En la playa tropical de Máncora, al norte del Perú, María nos vende cuarzos, nácares y perlas de río. Sentada en la arena, mientras saca las joyas de su bolsa, nos conquista con su sonrisa de perfectos dientes blancos, que brillan contra la piel cobriza de su cara.
María sabe que no le vamos a comprar nada hoy, porque con los amigos con que viajamos, le compramos mucho ayer. María se ha sentado más bien para conversar, para contarnos que está feliz, porque con sus ventas de ayer, levantó la hipoteca de su casa. Un prestamista, hace una semana, le había prestado 500 soles (150 dólares), y le había pedido la casa en garantía. Cobraba 200 soles más en intereses. “Me dio rabia, pero le entregué los 700 soles enteritos”, nos dice. “Así recupero mi casita”.
De repente, María se pone seria, casi triste, y nos hace una pregunta. “¿Por quién quieren que votemos?” Sarita, mi mujer, le dice que por una mujer. “Las mujeres son más honestas”, le sugiere, con delicadeza, consciente de la tremenda brecha que implican los “nosotros” y “ustedes” de María. Pero María no está convencida. La candidata mujer es Lourdes Flores, la representante de los blancos y de los ricos, según los seguidores de Ollanta Humala, el candidato que lidera en las encuestas y que promete gobernar para los pobres de piel cobriza.
Más tarde, en el Aerocondor que me lleva a Lima vía Piura, después de recuperarme de la sorpresa de que el capitán del avión se llame Joseph Gallagher, como mi padre, que vivió un tiempo tanto en Piura como en Lima, me quedo pensando en María. Es muy pobre, pero no es humilde como las mujeres pobres de la sierra. Tiene ese aplomo tropical que roza seductoramente con la insolencia. La destreza manual que le vemos al armar collares y pulseras es a toda prueba. No es tonta: lo confirma su lenguaje correcto y expresivo. Su privilegiada dentadura la quisiera tener cualquier señorita rica de Lima. Pero intuyo que, a pesar de sus envidiables dotes, la joven María, que nunca ha salido de Máncora, no va a llegar lejos. Y en eso está, pienso, la tragedia del Perú.
En seguida, pienso en las inminentes elecciones. Una masa de peruanos frustrados le da de vez en cuando un golpe ciego a un sistema que les ha fallado, votando por el candidato que más ajeno les parece a él. Así fue con Fujimori en 1990. Así es ahora con el comandante Humala. No sé si María votará por él. Si lo hace, su voto será ignorante, no porque lo sea ella, sino porque es imposible que ella sepa lo que Ollanta realmente piensa. No lo sabe nadie.
Desde ya “Humala” no es una mera persona, es un clan. Está Isaac, el mentor y padre, que dice que hay que liberar a los terroristas, entre ellos a Abimael Guzman. Está la mamá, que quiere fusilar a los homosexuales. Están Antauro y Ulises, los hermanos. Uno quiere fusilar a los corruptos. El otro estatizar la prensa y la minería. Todos ellos hablan de cuando “los Humala” estén en el poder. Es cierto que Ollanta procura distanciarse —un poco— de lo que ellos dicen, pero estos primitivos mensajes son una parte esencial de una astuta campaña multifacética, en que cada votante es inspirado por su Humala preferido.
Es imposible predecir lo que haría Ollanta en el poder. Podría dar sorpresas agradables: tratar de hacer un gobierno cuerdo y racional. O podría ir hacia una dictadura militar populista, como la de Velasco Alvarado. Hay quienes piensan que es un instrumento de Montesinos, y hay quienes temen que implantará la dictadura totalitaria y racista que anhelaba Sendero Luminoso. Que se sepa tan poco de él nos habla mucho del insólito dilema en que se encuentra el Perú.