El Mercurio, 25/2/2011
Opinión

En búsqueda de días felices

David Gallagher.

¡Días felices! Para algunos, son los de las vacaciones de verano, que en algún momento parecieron eternas, pero que al concluir febrero se esfuman. Para otros, los de la juventud. Para otros -los pesimistas empedernidos, los convencidos de que antes fue siempre mejor- son cualquier pasado. Para otros, son esos días inocentes que disfrutaron justo antes del terremoto que los devastara. Para otros más, los optimistas o disconformes, son el futuro.

Yo, cuando pienso en días felices, pienso también en la gran obra de teatro de ese nombre, la de Samuel Beckett, con que culminó hace un mes Santiago a Mil. Trata de una mujer llamada Winnie, que en el primer acto está enterrada hasta la cintura en un montículo, y que en el segundo está enterrada hasta el cuello. Su marido, Willie, vive en un hoyo detrás. De vez en cuando sale, gateando. Ella le habla y habla, y muy rara vez él le responde, con un gruñido o con una broma.

Como en todas las obras de Beckett, los personajes de «Días felices» están reducidos a quehaceres rudimentarios. Winnie, en el primer acto, cuando todavía dispone de sus brazos y manos, se dedica a manipular unos simples objetos que tiene dentro de una bolsa. Una escobilla de dientes, una peineta, una lupa, un sombrero, una pistola llamada Brownie. Los examina uno por uno, mientras le evoca a Willie escenas del pasado: su primer beso, un baile, el día que pasó por allí una pareja (¿se llamaban Shower, o Cooker?). Fue la última vez que pasó alguien. Winnie también le da a Willie consejos logísticos. Mejor que gatee para atrás para entrar a su hoyo, o si no se va a quedar pegado. Mejor que se ponga el sombrero para que no lo queme el sol. En el segundo acto Winnie ya no puede mover la cabeza, por lo que se vuelve experta en bajar los ojos para observar la punta de su nariz y, con la ayuda de un puchero, divisar esos labios que Willie besaba. La bolsa con sus objetos es ya inaccesible: sólo Brownie, la fiel pistola, queda afuera, apostada cerca de Winnie en el montículo.

Nunca me ha cansado esta obra, que parece simple pero que es compleja como cualquier día feliz, o triste. La vi por primera vez en París, en 1964, con Madeleine Renaud. Muchas grandes actrices como ella han querido probar suerte con Winnie, por el desafío de tener que expresar toda la gama de las emociones humanas sin apenas moverse. En 1964, una actriz llamada Claudia Colosimo entró en huelga de hambre en Italia porque no le daban el papel. Fue vindicada en Santiago en enero por Adriana Asti, la actriz italiana que vimos como Winnie.

Nunca cansa «Días felices», porque sus componentes simples irradian hacia cualquier plano a que queramos llevarlos. El montículo es lo que es, pero es también el tiempo, que nos va enterrando vivos, antes de que después nos entierren muertos. Entre Willie y Winnie hay un gran amor, porque como el de algunos viejos afortunados, perdura aun cuando ya no tienen el físico ni para tocarse. El lugar en que están, como paisaje de Magritte, es reconocible -todos hemos visto montículos-, pero a la vez está en el umbral de un más allá inconcebible.

Desde luego la obra me recuerda mis propios días felices como estudiante en París. En esa época, en su afán minimalista, Beckett nos convencía de que la literatura de antaño, pródiga en intrincados argumentos, en frondosos detalles, se había agotado. Eso nos dejaba con un tremendo dilema. Porque si bien parecía imposible después de Beckett escribir como antes, no se podía hacer una literatura elemental como la de él sin copiarlo.

Afortunadamente, hubo incontables escritores que no se dejaron intimidar. Menos mal que hay siempre gente con el ánimo y el aplomo para partir de nuevo. Es por eso que los días felices siempre vuelven.