Perowne, el neurocirujano, en el quirófano se admirará de lo poco que sabemos todavíadel cerebro, de cómo «este bien protegido kilo de células» regula nuestras vidas.
Mientras escribía «Mrs. Dalloway», su novela de 1922 sobre un solo día en la vida de una mujer en Londres, Virginia Woolf leía a Eurípides, Joyce y Proust. De Eurípides se nutría de las antiguas unidades clásicas, según las cuales no puede haber quiebres en un relato. De Joyce (si bien lo encontraba vulgar y pretencioso), de la idea de escribir sobre un protagonista mientras éste se pasea por una ciudad. De Joyce y de Proust, de la idea de escribir en cámara lenta, analizando en detalle cada emoción del protagonista, cada decisión que toma, aprovechando que el lenguaje escrito es, justamente, muy lento.
Mrs. Dalloway sale ese día de compras, preparándose para una comida que dará esa noche, en un Londres que levanta cabeza tras la Primera Guerra Mundial, y donde, detrás del brillo que renace, hay residuos de amenaza, la sensación de que todo es precario. En «Saturday», su nueva novela, Ian McEwan hace un claro homenaje a «Mrs. Dalloway». La novela describe un solo día, el sábado del título, en la vida de Henry Perowne, un neurocirujano que se prepara, como Mrs. Dalloway, para dar una comida esa noche en su casa. Su mujer, una exitosa abogada, trabaja los sábados. En Londres, a 61 años de «Mrs. Dalloway», es el hombre el que cocina.
Durante todo el día acompañamos a Perowne, y al analizar laboriosamente cada decisión que él toma, McEwan nos hace sentir lo precaria que es la vida. Es precaria, en parte, por la amenaza bélica que hay, también, en «Saturday»: es el sábado 15 de febrero de 2003, el día de la enorme protesta que hubo en Londres contra la inminente invasión de Irak. Pero es precaria, sobre todo, por el terrorismo y por la delincuencia. Están también las amenazas, que conoce Perowne como neurocirujano, y que conocía Virginia Woolf como paciente, que provienen de la fragilidad de nuestro cerebro; de la fragilidad estructural del ser humano.
Lucy, la brillante hija de Perowne, escribe poesía. Ella trata de educarlo. Lo obliga a leer a los novelistas clásicos. Pero a él le cuesta: le interesan más las vidas de sus pacientes. En una novela muy literaria,McEwan usa al neurocirujano para cuestionar la importancia de la literatura en un mundo cada vez más dominado por la ciencia.
Entre el neurocirujano y la poetisa, ¿cuál entiende mejor el misterio del cerebro humano? ¿El misterio de cómo se producen las emociones y de cómo se toman minuto a minuto las decisiones con que se forja una vida? En el caso de Baxter, un delincuente que invade la casa de los Perowne, y que obliga a Lucy a desnudarse mientras amenaza a la mamá con un cuchillo, el padre, al comienzo, tiene una ventaja sobre la hija. Él adivina, por un temblor que detecta en Baxter, que éste tiene el mal de Huntington. Es una enfermedad genética que lo condena a una vida de alteraciones emocionales incontrolables, con episodios de violencia ciega. Baxter es víctima del «determinismo biológico en su forma más pura». Baxter piensa violar a Lucy, pero antes, para humillarla, le exige que le lea sus poesías. Lucy opta por recitar un poema de Matthew Arnold. El poema le llega a Baxter y él, de repente, se vuelve dulce. A pesar del determinismo biológico, la familia se salva, gracias a la potencia poética de Lucy.
Perowne, después, en el quirófano, se admirará de lo poco que él sabe, en realidad, del cerebro, a pesar de que él es de los que más saben; se admirará de lo poco que sabemos todavía de cómo «este bien protegido kilo de células» regula nuestras vidas. Él no entiende del cerebro más que su hija Lucy. Los dos entienden cosas que el otro ignora y, por mucho que la ciencia avance, por el momento están empatados.