El Mercurio, 18 de agosto de 2017
Opinión

En la Gran Canaria

David Gallagher.

Gran Canaria es una isla de mundo, con buena ópera, orquesta sinfónica y habitantes muy cultos…

Fascinantes los cambios que acumula el español en los cientos de años en que va emigrando hacia el sur. Me hago la reflexión en la Gran Canaria, donde hemos estado unos días invitados por entrañables amigos locales.

La isla era la primera escala de los españoles camino a América, y el castellano que hablan en ella suena más al de Cuba o Venezuela que al de Castilla. ¿Por qué será? ¿Porque llegaron muchos canarios a esos países? ¿Por la influencia fonética de los africanos traídos a cortar caña, primero en Canarias y después en el Caribe? ¿Por efectos del calor? El de Gran Canaria deja a la gente «aplatanada», como dicen en esta isla famosa por sus bananos, y eso tal vez provoque cierta desidia en la pronunciación de algunas letras.

El castellano de los canarios combina sonidos tropicales con un vocabulario muy poético. «¿Les gustan los embelesos?», nos pregunta nuestra anfitriona María cuando llegamos a su finca en Agaete. No sabemos qué contestar hasta entender que se refiere a unos plumbagos azules que se apoyan en un muro. «Mira, allí tenemos flores de mundo», continúa ella, y para nuestra sorpresa apunta a unas hortensias. Después nos explicarán que a la hortensia le dan ese precioso nombre porque tiene forma de globo terráqueo.

Ese día en que llegamos vemos poco de la isla porque hay una densa niebla que llaman calima. Como nuestras vaguadas costeras, pienso, pero resulta que está compuesta de polvo del Sahara. En pocos días voy descubriendo que los grancanarios viven tan atentos al clima como los ingleses, y es entendible, porque el clima cambia tanto como en Inglaterra, con la diferencia de que cambia en un registro que va de bueno a perfecto, y no de pésimo a regular como en Inglaterra. Por otro lado en Gran Canaria hay una profusión de microclimas, separados por distancias muy cortas. Un turista puede acceder a la playa más asoleada del día con poco esfuerzo, porque todo está cerca. Como me dijo una canaria para explicar lo fácil que es desplazarse de un lugar a otro, «la isla es muy cómoda para menearse».

La arquitectura es heterogénea. El antiguo barrio de Vegueta, en Las Palmas, es colonial, y recuerda ciudades como Cartagena de las Indias o La Habana, con la diferencia de que la piedra allí es de un gris muy oscuro. Proveniente del cercano poblado de Arucas, es una piedra que parecería melancólica en Londres o París, pero en Las Palmas no lo es para nada, dada la envidiable luminosidad de la ciudad. Ya saliendo de Vegueta, nos encontramos con edificios como el del otrora elegante hotel Santa Catalina, construido en 1888. El hotel recuerda a otros similares, como el Old Cataract en Aswan, siendo de ese estilo colonial tropical en que construían los ingleses a fines de la era victoriana.

La Gran Canaria da una doble sensación que puede parecer contradictoria: de ser una isla muy remota y muy completa. Remota por estar como en medio de la nada, varada en alta mar, mágicamente lejana. Completa porque parece no faltarle nada. Los canarios comparten esta doble mirada. Hablan de España, para ellos «la península», o de Europa, como si fueran lugares distantes y ajenos. Pero reproducen los mejores atributos de esos lugares. Como las hortensias de María, Gran Canaria es una isla de mundo, con buena ópera, orquesta sinfónica y habitantes muy cultos.

Durante nuestra estadía la calima se va levantando de a poco, y como una odalisca que va revelando sus secretos más preciados, la isla nos va mostrando sus playas y sus nobles pueblos del interior, como el de Teror, donde está la basílica de la muy querida Virgen del Pino. Nuestros generosos anfitriones, preocupados siempre del clima que nos está tocando, terminan admitiendo que hemos tenido algunos días perfectos.