El Mercurio, viernes 28 de marzo de 2008.
Opinión

En Semana Santa

David Gallagher.

Las fiestas religiosas nos per-miten disfrutar de una pausa. Dan lugar a reflexiones trascendentales, que por un rato sustituyen a los quehaceres diarios.

Me lo digo mientras camino por Salzburgo, donde hemos venido para el festival de Semana Santa. Anoche, la Filarmónica de Berlín, la impecable orquesta del festival, dirigida por Simon Rattle, tocó «La creación» de Haydn. Era como si se quisiera conmemorar la acción más notable de Dios antes de la Resurrección, que celebrábamos ese mismo día domingo; el acto que la prefigura, el que nos permitió existir antes de caer en el pecado y necesitar ser redimidos.

El oratorio termina con las gracias que le dan Adán y Eva a Dios por su obra. Son los tiempos de la inocencia anterior a la manzana. Y -cosa prodigiosa- las optimistas efusiones de Adán son cantadas por Thomas Quasthoff, una víctima de la talidomida. Medirá un metro, o menos. Sus exiguos brazos terminan en muñones de los que brotan tres precarios dedos. Pero su rica voz de bajo invade el teatro y nos colma de emoción. Es la voz de triunfo ante la creación, y también la del triunfo del espíritu cuando, al nacer, todo parecía perdido.

La ciudad está blanca y sigue nevando. Es una nieve lenta y suave, de ésas que dan paz. El sábado había primavera. Un sol radiante destacaba los brotes de flores moradas en las ramas de las magnolias. Los que van al festival son invitados a un ensayo el sábado en la mañana. Rattle decidió darnos un regalo. «Con este día tan bonito», dijo, «vamos a ensayar solo unos 10 minutos, y de allí les vamos a tocar la ‘Pastoral'». La música quedará para siempre en la memoria de los que estuvimos allí. Es que estamos más preparados para un repentino golpe que para una inesperada alegría como ésa.

Al festival llega gente de todo el mundo. Desde ya, de todos los centros financieros. Estos días han sido para muchos, entonces, un bienvenido momento de reflexión sobre la crisis mundial. En Chile no hemos tomado conciencia, todavía, de su portentoso tamaño. Me viene a la mente una antigua novela de Neville Shute, sobre un grupo de gente que, en una playa australiana, esperaba los mortales efectos de una guerra nuclear que se había librado en Europa. Los esperaba con incredulidad, porque en la arena blanca no parecía verosímil que se terminara el mundo. Así es nuestra inocencia frente a la crisis: estamos como Adán y Eva antes de que supieran que iban a perder el paraíso.

No es que venga el fin del mundo, pero sí un período complicado. Tras la caída de Bear Stearns, la gen-te se pregunta cuál será el próximo banco con problemas. El desafío de las autoridades es evitar que haya una cadena de corridas como la que hubo en la Gran Depresión. En un mercado que se debate entre la codicia y el miedo, el desafío es evitar que un sano miedo, uno que corrija excesos, desemboque en un pánico catastrófico.

Esta noche es la última del festival, y dan «Die Walküre», la segunda parte de la tetralogía de Wagner. La obra es, en uno de sus múltiples sentidos, una reflexión sobre la codicia, y sobre los peligros del voluntarismo excesivo. Ni Wotan, el dios, puede, para satisfacer su codicia, sobrepasar las reglas que él mismo ha creado y que están escritas en su lanza. Una advertencia para los banqueros, esos «maestros del universo» cuyo voluntarismo ayudó a que el mundo tuviera, en 2004-2007, el mejor cuatrienio en 20 años, pero que ahora, al toparse con la realidad, nos van a llevar a un crepúsculo como el de los dioses de Wagner. Uno que, no sin dolor, nos permita recuperar fuerzas para un próximo amanecer, que se dará no sé si en la primavera que viene, o la siguiente.