Llego a Chile después de un viaje, y el país me parece cambiado. Unos amigos me preguntan si en mi próxima columna voy a advertir que nos estamos yendo al diablo, dada la crispación que hay, y digo que sí, que a lo mejor sí, pero al sentarme a escribir, me nacen dudas. Todos los países se pueden ir al diablo y Chile no es una excepción: de allí que apoyo el eco que hace el Presidente Piñera de una frase que usaba mucho Ricardo Lagos Escobar, de que «cuidemos Chile». Pero pienso también que hay que ver los turbulentos hechos de las últimas semanas con algo de perspectiva y de calma.
Primero, las huelgas. Nos olvidamos de que aumentan mucho en años electorales. Hace poco salió en este diario un dato impactante: que en el último año de Bachelet, se perdieron 6,4 millones de horas-hombre en huelgas y paros, una cifra seis veces superior a la normal. Segundo, la movilización estudiantil. Algunos analistas ilusos decían que este año no se iba a dar, porque la gente iba a estar concentrada en las elecciones. Pero los dirigentes estudiantiles han detectado que muchos políticos creen que, para ganar votos, tienen que congraciarse con ellos. Por eso mismo, lo probable es que en este año electoral protesten como nunca.
Lo que sí es preocupante, aunque no nuevo, es el desprestigio de la clase política. En parte se debe al sistema binominal, pero en este momento los factores de desprestigio más contundentes son el sectarismo ciego que despliegan muchos políticos, y el abismal populismo en que han caído, como si vieran su rol como el de nada más que decirle a la gente lo que quiere oír. Un ejemplo especialmente desdeñable: su obsecuencia frente a los dirigentes estudiantiles, su afán de llevarles el amén en todo. La reacción de estos es entendible: la de pedir más y más y, ante la debilidad de los políticos frente a ellos, hacerles un bullying continuo, desde la calle, desde los medios sociales, y en los pasillos y las galerías del Congreso mismo.
Este bullying ha sido el factor principal detrás de la vil acusación contra Harald Beyer, el ministro de Educación más preparado que ha tenido el país en mucho tiempo. Al destituirlo, los legisladores de la Concertación han querido nada más que complacer a los dirigentes estudiantiles, y por tanto a esa «ciudadanía» que dicen representar. Qué terrible el espectáculo que dieron el miércoles estos senadores: elogios hipócritas a la integridad del ministro y, enseguida, contorsiones verbales, con invocaciones abstrusas a textos legales y constitucionales, para hacernos creer que no votaban en bloque, sino en conciencia. Terrible verlos, uno tras otro, recurriendo a tanta jerga y tanto resquicio, para disfrazar su servilismo. Lo que consiguieron, quién lo duda, fue ganarse no el aprecio, sino el olímpico desprecio de los líderes estudiantiles.
¿Por qué, entonces, albergo algún optimismo por el futuro del país? Porque no todos los políticos son así, y porque creo que de aquí a noviembre una mayoría de chilenos va a quedar asqueada con este tipo de comportamiento: una mayoría silenciosa, de gente moderada, que los políticos populistas no ven y no oyen a través del griterío de quienes se toman la calle. Lo de Beyer debería ayudar a despertar a esa mayoría, no para que salga a marchar -se trata de gente que no dispone del tiempo o el ánimo para estar vociferando en las calles-, sino para que en las urnas, donde el voto secreto no es susceptible a bullying , voten en contra de candidatos que, al llevarnos a una crispación propia de patotas matonescas, han dejado de cuidar el país, habiendo además abandonado, con abyecto servilismo, ese criterio individual cuyo ejercicio es la mínima responsabilidad que adquieren al ser elegidos.