El Mercurio, viernes 11 de mayo de 2007.
Opinión

En torno a las Tanias

David Gallagher.

Su éxito, sin duda, irritará mucho a algunos que creen ser los únicos con derecho a ejercer la literatura, por el mero hecho de que no hacen otra cosa.

¿Tendría razón Henry Kissinger al decir que la historia no pasa por el hemisferio sur y que, incluso en la Guerra Fría, América Latina fue irrelevante? ¿Será por eso que la región no captó la imaginación de los autores de las incontables novelas de espías que generó la Guerra Fría?

Aun así, parece raro que en la misma América Latina no hayan surgido novelas de espías. Con tanta guerra interna, tanto terrorismo, tantos secuestros. No hay duda de que la CIA y la KGB fueron activas acá. En una visita a Chile hace unos años, el general Leonov, ex director para América Latina de la KGB, contó de un plan, después vetado por Breznev, para rescatar a Luis Corvalán de la isla Dawson. Si recuerdo bien, era con un barco de guerra disfrazado de pesquero, que portaba un helicóptero escondido. Un plan digno de James Bond. Además, está el caso de «Tania», la mujer infiltrada por Cuba en la burguesía boliviana, que después se sumó a la guerrilla del Che Guevara.

¿Por qué sólo infiltrar a la burguesía en Bolivia? ¿Los cubanos no habrán colocado a otras Tanias en la elite de otros países? ¿Mujeres jóvenes, guapas, inteligentes, poderosas, dispuestas a sembrar el caos en el corazón mismo del poder burgués? Son éstas las preguntas que investiga el narrador de «El misterio de las Tanias», una entretenida novela que se lanza en Chile la próxima semana, en que Sebastián Edwards contribuye a llenar el vacío que hay en la región en cuanto a novelas de espías.

El narrador de Edwards tiene un amigo entrañable, que una vez le salvó la vida. Se llama Bobby, un chileno-norteamericano que es asesinado en un hotel de Bogotá, justo cuando investigaba la hipótesis de que había más Tanias. Bobby y el narrador son parecidos: los dos enseñan en universidades norteamericanas; los dos visitan, analizan, odian y aman a Chile, con distintos grados de distancia; los dos permiten que cohabiten en su alma lo sajón y lo latino; los dos son más o menos «snob», adictos a las modas y a las marcas. El na- rrador resuelve, como obligación de amistad, continuar la investigación iniciada por Bobby, y averiguar quién lo mató y por qué. El narrador, así, se convierte en un espía novato: su falta de experiencia acentúa la brecha espistemológica que siempre se da en la novela policial o de espías, y que Edwards explora con ingenio, entre lo que el investigador sabe y lo que ocurrió.

El narrador es fanático de los «dry martinis». El padre de Bobby le enseñó que eran mejor «stirred, not shaken», justo a la inversa de lo que creía James Bond, que, «como en otras cosas, se equivoca». El narrador se equivoca mucho también, a veces por estar bajo la influencia de los «dry martinis», pero es difícil no equivocarse al inmiscuirse en secretos de Estado, urdidos y protegidos por intereses inconfesables. La estadía investigativa del narrador en Moscú me recordó la observación de Cabrera Infante, de que hay lugares donde el loco es aquel que no es paranoico. Como prueba, el quijotesco narrador recibe en Moscú una de dos grandes palizas que le propinan en la novela por preguntar demasiado.

Creo que la novela se venderá bien. Es amena y despliega un bien logrado suspenso. Su conclusión invita a una secuela, y es dable esperar que tendremos una «Tanias 2» e, incluso, una «Tanias 3». Su éxito, sin duda, irritará mucho a algunos que creen que son los únicos con derecho a ejercer la literatura, por el mero hecho de que no hacen otra cosa. Edwards es, para ellos, imperdonablemente, un economista. Claro que los economistas también recurren a la defensa gremial cuando alguien se mete en sus cosas. Yo, más bien, creo que el cruce de disciplinas las enriquece.