El Mercurio, 21/10/2011
Opinión

En un París anterior

David Gallagher.

Estoy en París, en un viaje entretenido, pero plagado de infortunios tecnológicos. Primero, la caída de los BlackBerry. Si hubiera sido por un solo día, podría haber servido como truco para hacernos sentir lo mucho que dependemos del aparato, como cuando el traficante priva al drogadicto para que después le compre el doble. Pero tres días fue mucho. Casi como para acostumbrarnos a no tenerlo.

Cuando me llegaron de sopetón cientos de correos, supe que la crisis estaba superada, pero enseguida se paralizó el ratón de mi Mac. Desde Santiago, el computín de la oficina me dijo que podía ser un problema de ventilación o, peor, uno de disco duro. Me sugirió no tocarlo más, para no perder mis datos. Sonaba eso tan grave como perder la cabeza, por lo que acaté, en el fondo contento de volver, por un rato, al siglo pasado. Ahora escribo estas líneas, como antaño, a mano, y para que mi viaje al pasado sea aún más dramático, las escribo en Le Courcelles, un café que frecuentaba a los 17 años. Vivía a un par de cuadras, en la Rue Jadin, con una familia rusa que me enseñaba su maravillosa lengua.

Antes de sentarme a escribir, camino por el barrio. En la misma Rue Jadin, descubro que frente al timbre de lo que era mi departamento, hay el anuncio de un consultorio de osteopatía. En la Rue de Chazelles, la calle aledaña, paso por clínicas que prometen sanar todo tipo de mal, y la lavandería donde antes entregaba mi ropa ha sido reemplazada por una tienda de instrumentos médicos. París ha envejecido como yo, pienso: los negocios más boyantes son los que intentan reparar los cuerpos de los ancianos. Lo pienso mientras alzo la mirada hacia el segundo piso, al que a veces llegaba justo antes del desayuno, tratando de evitar que crujiera la puerta, para esquivar los reproches rusos de Elizabeta Nicolaevna, mi anfitriona. Ella les había prometido a mis padres que me iba a cuidar como a un hijo propio. Por un momento efímero, siento que soy el mismo que era entonces, y quiero que la rusa me regañe de nuevo.

Escribo en la mesa que ocupaba siempre en Le Courcelles. Allí, con la ayuda de mi diccionario ruso, leía «Anna Karenina», descifrando la indiscreta cara de espanto que puso esa querible adúltera cuando en el hipódromo se cayó del caballo su amante. Desde esta mesa un día observaba la boca del Metro Courcelles: por ella tenía que salir una amiga que nunca llegó. De esta mesa logro ahora divisar la Rue Daru, donde está la iglesia rusa. Me llevaba Elizabeta Nicolaevna los domingos, para expiar ante los íconos los pecados de la semana. Allí aprendí a querer a la religión ortodoxa: a querer su misticismo, anterior a una escolástica que nunca tuvo, y a querer su libertad: me explicaba Elizabeta Nicolaevna que no era un pecado faltar a la misa los domingos, porque si lo fuera, la gente iría por obligación, y no por un impulso del corazón, y eso sí sería un pecado.

Dicen que Francia está en crisis y no cabe duda de que lo está. Pero éstos son países curtidos en crisis, pienso, y no hay que subestimarlos. ¿Qué si no crisis fue la ocupación nazi? ¿O mi época, hacia 1962, cuando estallaban bombas todas las noches, puestas por los nacionalistas que se oponían a la independencia de Argelia? Seis años más tarde, muchas calles estaban cerradas, debido a las barricadas de los estudiantes. En los primeros años de Mitterrand, hubo una masiva huida de capitales. Felizmente para Francia, François Hollande, el recién electo candidato socialista, representa la gauche molle , la izquierda suave, moderada, pragmática. En fin, éste es un país de gente inteligente, pienso, y si bien puede haber una crisis colosal en el corto plazo, habrá Francia por largo rato. A mí, por lo menos, ya me ha durado unos sólidos 50 años .