El Mercurio, viernes 16 de febrero de 2007.
Opinión

En zonas tórridas

David Gallagher.

Hace años, un gran amigo me regaló «El último encuentro», de Sandor Marai. Soy lento para leer libros regalados, para no interrumpir la cadena casi infinita de libros que ya me he prometido leer. Pero, eventualmente, llego. Leí la tórrida novela húngara la semana pasada, mientras surcábamos desde Iquitos cuatro ríos peruanos: el Amazonas, el Marañón, el Ucayali y el Tapiche.

La novela de Marai es tórrida, por la asfixiante densidad de los sentimientos que unen y separan a dos hombres, Henrik y Konrad. Son amigos entrañables, pero su relación es bastante particular: tiene más de obsesión y de odio que de amistad. La novela es tórrida también por el ambiente en que viven los amigos durante los 41 años en que están separados, antes de reunirse para un último encuentro. Henrik se refugia en su claustrofóbico castillo húngaro, tratando de entender por qué Konrad lo traicionó, al extremo de querer matarlo, tras haber seducido a Krisztina, su mujer. Konrad se escapa a Malasia, a la selva tropical, donde, según él, todos los europeos terminan por enloquecer: por eso mismo, en la Inglaterra imperial, cualquiera que ha estado allí es visto como sospechoso y poco confiable.

Yo no sabía que la novela de Marai trataba tanto de la selva cuando la escogí como lectura para mi viaje amazónico. Me impactó la coincidencia cuando, al surcar en lancha un caño del río Tapiche, desembocamos en una laguna en que flotaban enormes plantas acuáticas, plantas redondas, como gigantescos platos verdes, entre los cuales brotaban nenúfares blancos. Rosario, nuestra guía, nos explicó que eran «victorias regias»: ¡nada menos que la victoria regina que cultiva Henrik en la laguna de su castillo! La que parece inspirar a Konrad a querer escaparse al trópico, originalmente con Krisztina, pero eventualmente solo, por haber él, según ella, sido cobarde, porque no se atrevió a disparar cuando en el bosque tenía a Henrik en la mira de su escopeta.

En la laguna amazónica, el ambiente está aún más caldeado que en la novela de Marai. La temperatura de las victorias regias es, según Rosario, 10 grados más alta que la del sofocante aire tropical. Cerca del agua vuelan gallinetas, llamadas así por su robusta redondez, y cuyas fogosas hembras conviven con varios machos. En eso son como el tínamu, un pájaro también poliándrico, cuyo canto habíamos oído por el río Marañón. El tínamu macho emite de árbol a árbol un desesperado silbido, en su esfuerzo por desplazar a los competidores con que está obligado a compartir el harem de la hembra.

Viajamos por la selva peruana en uno de los cómodos barcos de «Jungle Expeditions». Sí tomamos unos modestos riesgos. A los guías les extraña el aplomo con que nos tiramos a las aguas negras del Tapiche, para nadar largo en ellas, apostando, con tal vez demasiada inocencia, a que no haya anacondas allí. Pero la verdad es que uno, hoy día, puede transitar por la selva imaginándose las audaces hazañas de sus descubridores, y las pasiones y venganzas de los ávidos caucheros, sin uno mismo incurrir en riesgos mayores. Uno, hoy día, puede volver de la selva sin convertirse en un ser sospechoso.

Por lo menos creo haber vuelto indemne, sin haber cruzado, todavía, la delgada línea que nos separa de la barbarie. Marai demuestra que ella es tenue, incluso en pleno centro de Europa. Lo es siempre, pero lo fue aún más cuando se desmoronó el imperio austro-húngaro y se disolvieron las rígidas formas con que éste contenía el caos. Claro que el caos siempre acecha, en todo lugar y en todas las épocas, y las formas, por rígidas que sean, son siempre frágiles.