El Mercurio, 10 de julio de 2015
Opinión

Entre Bilbao y Frutillar

David Gallagher.

A comienzos de junio pasé unos días en Bilbao. Había estado en 1998, poco después de que se inaugurara el museo Guggenheim. En ese momento Bilbao era una ciudad decadente que las autoridades trataban de renovar con intervenciones urbanas que incluían golpes arquitectónicos de alto vuelo. Estaciones de metro diseñadas por Norman Foster, un vistoso puente de Santiago Calatrava, y desde luego, el Guggenheim de Frank Gehry, donde en ese momento había una conmovedora muestra en que dialogaban las esculturas de Eduardo Chillida con las de Frank Serra. Ahora, 17 años más tarde, se inauguraba una de Jeff Koons. Los bilbaínos lo recibían con los brazos abiertos, porque su famoso «Puppy», un West Highland Terrier de doce metros de altura enteramente cubierto de plantas en flor, ya lleva 17 años alegrándolos con su ternura y su humor desde la explanada del museo.

Las mejoras urbanas del gobierno vasco fueron una apuesta osada a que iban a atraer turismo y en general a darle vitalidad a una región de industrias obsoletas, y golpeada por el terrorismo. Pero poca gente confiaba. Más obsoletos aún, decían, van a ser los elefantes blancos carísimos que están construyendo. Se equivocaron medio a medio, porque hoy Bilbao es una ciudad próspera, pacífica y alegre. Solo el Guggenheim recibe más de un millón de visitantes al año, lo que es casi tres veces la población de Bilbao. Como signo de confianza, Iberdrola le encargó a César Pelli una torre de 165 metros de altura. Por toda la ciudad han brotado hoteles de todo tipo, y en Bilbao hoy, como en todo el País Vasco, se come mejor que en casi cualquier otro lugar del mundo.

El 7 de junio en Bilbao mucha gente llegó tarde a un evento en honor a Koons, porque no se querían perder un concierto del tenor mexicano Javier Camarena. Me acordé de eso el sábado pasado en Frutillar. Estábamos en el Teatro del Lago, esperando oír al mismo Camarena. Habían puesto una pantalla gigante para que viéramos el partido, y en la mitad del alargue, mientras gritábamos y cantábamos, salió Ulrich Bader-Schiess, el director creativo del teatro, a decirnos que no nos preocupáramos, que Camarena nos iba a esperar. De allí llegamos a los penales y al tranquilo toque definitorio de Alexis, gracias al cual no nos vamos a olvidar nunca de esa noche en Frutillar. Un placer después de eso oírle a Camarena llegar como si nada una y otra vez al Do sobreagudo en el aria » Ah mes amis, quel jour de fête » (Ay mis amigos, qué día de fiesta). En efecto, ¡qué día de fiesta! Solo se equivocó Camarena cuando al despedirse, cantó «que ya la aurora temprana, ay, ay, ay, nos viene a anunciar el día», porque en Frutillar este invierno la aurora anuncia el día aun más tarde que en Santiago.

Tiene su simbolismo el hecho de que en el lapso de un mes, Camarena haya estado en Bilbao y en Frutillar. La generosa iniciativa de la familia Schiess de construir un teatro de clase mundial al borde del lago Llanquihue ha sido tan audaz y visionaria como la del gobierno vasco en Bilbao. Como el Guggenheim allá, el teatro ha tenido un efecto catalizador. Desde ya ofrece múltiples programas educativos que le han cambiado la vida a los niños de la región, y se han unido otras instituciones, como la Fundación Mustakis y la Municipalidad, en la Fundación Plades Frutillar, cuyas obras nos fueron explicadas por su gerente, Eugenio Rengifo. Realizan imaginativas intervenciones urbanas que mejoran la calidad de vida de la gente, procurando, entre otras cosas, terminar con la segregación entre Frutillar Alto y Bajo. Como el de Bilbao, hay en Frutillar un esfuerzo público-privado que convierte a la región en un polo de atracción de turismo, de comercio y de innovación, y que merece el más amplio apoyo.