Las elecciones en Brasil este domingo son importantes no solo para Brasil, sino para toda América Latina, porque someten a juicio electoral al muy particular modelo económico brasilero, uno que es muy admirado en la izquierda latinoamericana. ¿Está todo bien, como parece creer la Presidenta Dilma, o requiere el modelo algunos ajustes significativos, como pretende su contendora, Marina Silva? Lo probable es que el electorado lo decida en la segunda vuelta, tres semanas después, por lo que octubre va a ser un mes álgido para Brasil y la región.
¿En qué consiste el modelo brasilero? Está magníficamente bien descrito por Michael Reid, el periodista del Economist, en un libro que ha publicado sobre Brasil. Él demuestra que es un modelo que no ha variado mucho desde el Estado Novo de Getúlio Vargas, dictador de Brasil desde 1930. Inspirado entonces en ideas de Mussolini, y de Salazar en Portugal, es un modelo corporativista y proteccionista, en que un estado grande, aunque no siempre fuerte, crea importantes empresas propias, a la vez que regula, protege y subsidia un sector privado afín.
Gracias a la enormidad del mercado brasilero, y al talento de su gente, el modelo ha funcionado mucho mejor, y por períodos mucho más largos, de lo que quisieran algunos economistas ortodoxos. Según Reid, entre 1930 y 1980, Brasil creció a una tasa promedio del 6,5 por ciento al año, quizás la más alta del mundo. Fue, dice Reid, el «momento chino» de Brasil. En este siglo, hasta hace un par de años, también hubo crecimiento robusto, gracias en parte al boom de los commodities. Pero de vez en cuando estalla una megacrisis, como la que culminó en el «plan real» de Fernando Henrique Cardoso en 1994. Dice lacónicamente Reid: «entre 1985 y 1994, la moneda cambió de nombre cinco veces, perdió nueve ceros, hasta finalmente ser dividida por 2.750».
El modelo está en crisis ahora porque el fin del boom de los commodities ha desenmascarado las trabas al quehacer económico que contribuyen a lo que llaman el «custo Brasil». Unos ejemplos. Según Reid, en un país de leyes laberínticas que ponen obstáculos a toda iniciativa, se introdujeron, entre 1988 y 2012, unas 30.000 nuevas reglas tributarias federales, más de tres al día; y casi diez veces más si se agregan las estatales y municipales. Todo esto para financiar un gasto fiscal que ha alcanzado el 40 por ciento del PIB, nivel de país muy rico, siendo que Brasil tiene servicios sociales de país pobre. Es que queda poco para invertir en educación o salud cuando una buena parte del gasto es destinada a salarios de funcionarios, pensiones (en Brasil, según Reid, jubilan a una edad promedio de 54 años con el 70 por ciento del último sueldo), y megasubsidios, muchos de ellos a grandes empresas, a través de créditos blandos del Banco Nacional de Desarrollo. El puro gasto social es altamente regresivo: entrega al 20 por ciento más rico 3,6 veces más que al 20 por ciento más pobre.
Brasil ha sido capaz de hacer exitosos ajustes al modelo, como los de Cardoso entre 1994 y 2002. Pero han requerido una megacrisis. Ahora hay crisis, porque la economía está estancada, pero todavía parece leve comparada con las de antaño. Todavía hay pleno empleo. Por eso es posible que los votantes no se animen a cambiar a Dilma por una Marina que sí quiere hacer los cambios necesarios. Hace poco parecía que Marina iba a ganar, pero Dilma y su gente han desplegado una avasalladora campaña contra ella, acusándola de querer privar a los brasileros de sus conquistas sociales, y de mucho más: hasta de ser demasiado flaca para el cargo. Sería saludable para Brasil y para la región si en las próximas tres semanas Marina lograra sobreponerse a esta feroz campaña del terror.