Excelente fue la idea de convocar esta semana un Primer Seminario sobre Cultura y Economía. Demasiadas veces los dos ámbitos parecen ser irreconciliables. Pero se necesitan. Si queremos ser un país desarrollado, nos cabe entender que se da entre la economía y la cultura una potente interacción.
Por dos razones. Primero, porque una sociedad no se puede llamar desarrollada sólo en función de su renta per cápita y de los bienes materiales que consume: el desarrollo está también en la riqueza de la vida interior de sus ciudadanos. Segundo, porque los bienes culturales son un ingrediente cada vez más importante del PIB de un país.
Nos lo decimos todos los días: si en Chile queremos ser un país desarrollado, tenemos que dar un salto hacia la economía del conocimiento. Nos lo decimos todos los días, pero, paradójicamente, nos volvemos cada vez más dependientes de la minería. Pues bien, la economía de la cultura es un fecundo subconjunto de la economía del conocimiento. ¿Qué si no economía del conocimiento es la pujante industria de la música de un país como Gran Bretaña? ¿O el diseño artístico, que le agrega tanto valor a tantos productos, incluso los tecnológicos? Por ejemplo, el valor de un iPad ¿está solo en su tecnología, o está también en su diseño y en la imagen que proyecta? ¿Y qué de los caudalosos museos que tienen las grandes ciudades y que son disfrutados por incontables turistas? Una ciudad otrora aburrida y fea como Bilbao atrae cada año más de un millón de visitantes al País Vasco, por el solo hecho de contar con un Museo Guggenheim. Éste, a su vez, les da acceso a los artistas de la región a una red global que potencia el valor de sus obras.
Un sector cultural de efecto notable en la economía es el del cine. Por eso muchos países crean fuertes incentivos para atraerlo. Como Nueva Zelanda, donde está por filmarse una «precuela» al «Señor de los anillos». Consiste en dos películas. El presupuesto es de 500 millones de dólares. Pero la filmación ocasionará gastos adicionales en el país por mil millones de dólares, además de crear mil empleos. Para ponerla en perspectiva, la inversión es similar a la de una gran obra minera, de esas que se dan en Chile cada tres o cuatro años, con la diferencia de que los proyectos cinematográficos son indefinidamente replicables, y tienen cuantiosas externalidades positivas. Desde ya los imponentes paisajes exhibi- dos en las películas neozelandesas atraen turistas a ese país. Chile tiene los mismos paisajes, pero no los incentivos. En cambio en Colombia, que sí los creó hace tres años, ya se está forjando una potentísima industria del cine. Con coproducciones, ésta podría complementarse con una nuestra, si sólo nos atreviéramos a fomentarla con audacia.
El mundo cultural potencia a la economía por otra importante razón. Es creativo, y en sus manifestaciones de vanguardia, practica el mismo cuestionamiento de paradigmas, la misma «destrucción creativa» que se da en la innovación: la que Joseph Schumpeter, con razón, creía esencial para que se asentara en un país un crecimiento económico sostenible.
Si la cultura es importante para la calidad de vida de la gente, y vital como motor del desarrollo, necesitamos en Chile un profundo debate sobre cómo mejor promoverla. Un primer paso, esbozado en los programas de los Talleres Bicentenario, y ojalá no olvidado, sería el de introducir más contenidos humanísticos en el currículum escolar. No sólo para que surjan más creadores. No sólo para que surjan más consumidores de cultura. Sino también para que tengamos mejores ingenieros y mejores emprendedores. Porque la cultura les abre la mente.