Hay distintas ideas del papel de la Constitución en la democracia. En algunos países, es difícil y largo cambiarla, porque se valora la sabiduría intergeneracional, y se supone que, en ciertas materias, conviene someter las pasiones de la mayoría coyuntural al efecto moderador del tiempo. En otros, la idea es la opuesta: que la Constitución sea flexible, y fácil de cambiar, para fortalecer y prolongar el poder de la mayoría de turno. En estos países, entre ellos los de propensión chavista, esa mayoría la termina encarnando el Presidente, cuyo poder se asemeja al de los monarcas absolutos, aquellos mismos que las constituciones más inflexibles pretendieron contener.
De estas, la más notable es la de Estados Unidos, que, querámoslo o no, es el país más exitoso que se ha visto en los últimos 150 años. Para solo proponer una enmienda a su Constitución, se necesita el voto de dos tercios de cada cámara del Congreso, o de dos tercios de las legislaturas en dos tercios de los estados; y para de allí aprobarla, el de tres cuartos de las legislaturas en tres cuartos de los estados. Como dijo James Madison, la idea era de limitar las enmiendas a «circunstancias extraordinarias».
Los estadounidenses se independizaron de Gran Bretaña, donde la soberanía reside en un Parlamento que los tenía sometidos. Tal vez por eso optaron por una severa separación de poderes, y por una Constitución que contuviera la eventual tiranía de una mayoría parlamentaria. En contraste, la Constitución británica, que no está escrita, es fácil de cambiar. En principio, basta con una mayoría en el Parlamento. Como en Gran Bretaña hay también un sistema electoral mayoritario, se dice que sus gobiernos son «dictaduras parlamentarias». Cabe acotar que el sistema no ha funcionado mal: el país es próspero y libre. Pero eso se debe a una cultura de libertad y de sometimiento al imperio de la ley, que se remonta a la Carta Magna de 1215, y que no es fácil de emular.
En Chile hemos tenido grandes defensores de la idea de que la Constitución sea un freno y difícil de cambiar, como también de que sea maleable y que no le ponga límites a la mayoría. Los dos polos a veces han convivido en un mismo grupo político. En un discurso a la ONU a fines de 1972, el Presidente Allende exclamó con orgullo que «desde 1833 solo una vez se ha cambiado la Carta Constitucional». Pero la UP también invocaba el mandato que una mayoría le habría dado para llevar a Chile al socialismo. El resto del país se asustó, temiendo que Chile iba a ser, como la Alemania de los años 30, uno de esos países en que una mayoría electa impone una dictadura, en este caso la del proletariado. En su magnífico libro «La revolución inconclusa», publicado por el CEP, Joaquín Fermandois cita textos de Luis Corvalán, el líder del PC, en que él consuela a estos timoratos. Les explica que la dictadura del proletariado y la democracia son una misma cosa, porque el proletariado es la mayoría.
La Nueva Mayoría se ha visto muy inclinada a creer que en democracia la mayoría manda, y punto. Curiosamente esta creencia está reñida con la «participación» que también promueve, porque por ella se entiende que los ciudadanos, poco dispuestos a ser «representados», piden siempre poder corregir el mandato que habrían conferido. En todo esto es importante el sistema electoral que se escoja. Paradójicamente, la Nueva Mayoría nos propone uno que tiende a no generar mayorías.
Nos urge una discusión seria sobre estos temas, si hemos de llegar a una combinación óptima de Constitución, sistema electoral y relación entre poderes, una que valore las tradiciones que enorgullecían a Allende y que nos permita ser gobernados con moderación y sensatez.