Al no fomentar la inmigración de cerebros extranjeros,perdemos una oportunidad para cerrar rápido nuestra brecha educacional.
Avanzo entre las hordas humanas para tomar mi avión. Hay asiáticos de todo tipo: chinos, hindúe
s, vietnamitas, coreanos. Entre ellos, gente rubia con caras vikingas. Una mujer, que por su color y su velo me imagino de Pakistán, ofrece lustrarme los zapatos. Le evito la mirada, pero minutos después me examino los zapatos y me arrepiento. Vuelvo y encuentro que se ha instalado en un rincón, de espaldas a sus clientes. Está arrodillada en una alfombra, y golpea el piso con su frente. La observo con paciencia y con admiración. Enseguida se para, y me acerco. Pero me ignora y otra vez se hinca; otra vez su frente se junta con el piso. Una y otra vez se levanta, como si necesitara una pausa para pensar en qué decirle a Alá; una y otra vez vuelve a arrodillarse.
«Shoe shine, shoe shine», proclama de nuevo, cuando eventualmente termina de rezar, y antes de que otro la oiga, me instalo en la silla. Me cuenta que se llama Esado y que es de Somalia. Me acuerdo de que de allí viene uno de los detenidos por las bombas en Londres, pero no se lo digo. «¿Chile?», me pregunta. «¿Parla italiano?». Su acento es impecable, y me acuerdo que parte de Somalia fue colonizada por Mussolini. «Es la segunda vez que conozco a alguien de Chile», me dice, y como para explicar por qué hubo una primera, me dice que hay una chilena trabajando en la cafetería. Esado tiene un letrero que anuncia un «high tech shoe shine», pero mientras me habla, levantándome sus grandes ojos negros, me coloca el betún con una escobilla de dientes. Me dice que ya no viviría en otro lugar que Vancouver.
Vine a Vancouver de Washington, donde hablé en un seminario sobre las «lecciones» de la «experiencia chilena». Es agradable dar lecciones. Pero ahora pienso en las lecciones que nos podría dar a nosotros la provincia de British Columbia.
Aquí también hay riqueza forestal, minera y salmonera. Aquí también hay fiordos y volcanes nevados. Aquí también hay una ciudad al borde del Pacífico. Pero Vancouver no sólo mira al Pacífico: lo abraza. Y,al hacerlo, acoge a cientos de miles de asiáticos que ven en Canadá su tierra prometida.
Ganosos de hacerse la América, estos asiáticos, junto a inmigrantes del resto del mundo, llegan dispuestos a hacer grandes sacrificios para salir adelante. Sus hijos, ya canadienses, se sacan las mejores notas en los colegios. Multiplican la riqueza del país y nadie pierde, nadie se siente intimidado. Después de todo, Canadá es un país de inmigrantes. Todos llegaron de alguna parte en algún momento. Por eso, también, son tan igualitarios los canadienses. Casi todos los empresarios que voy conociendo en esta próspera ciudad son de origen humilde.
¿Por qué en Chile somos recelosos de la inmigración, si también somos un país de inmigrantes? ¿Por qué somos tan clasistas? Las complejas respuestas están en nuestra historia. El hecho es que siempre nos costará aprender dos de las lecciones que hacen de Canadá un país tan exitoso: su apertura a la inmigración y su espíritu igualitario. Al prescindir de estos dos atributos, perdemos dos veces: porque nuestro sistema educacional clasista desperdicia los cerebros de los chilenos más pobres, y porque, al no fomentar la inmigración de cerebros extranjeros, perdemos una oportunidad para cerrar rápido nuestra brecha educacional.
Las ínfulas complacientes con que llego de Washington se esfuman del todo mientras converso con un empresario de Vancouver que proyecta hacer una enorme inversiónen Mongolia. «Es un gran país», me dice. «Lleno de gente joven, trabajadora, y bien educada. Se parece mucho a Chile».