Estamos por una noche en el monasterio de Horezu, en Wallachia, al sur de Rumania. Es tarde, y la misa lleva ya dos horas. Pero el tiempo vuela. El canto de las monjas nos parece, literalmente, divino. De repente, una monja se para y camina decidida al atril en que está apostado el Evangelio. Se persigna tres veces y, con sorprendente agilidad, hace tres reverencias profundas, tocando cada vez el suelo con su mano derecha: es su homenaje a Cristo el Emperador. Enseguida besa tres veces el Libro, y vuelve a su puesto en el coro. Qué envidia la gestualidad ortodoxa, pienso; esa forma de manifestar la fe con movimientos tan expresivos. A la iglesia oriental no le llegó la razón escolástica, pienso, no le llegaron los límites, el recato que impone la razón.
Hemos venido a Horezu desde Sibiu. Es la capital de la Transilvania, y nos invitó allí un gran amigo, Christian Habermann. Él alcanzó a vivir su infancia en Sibiu antes de que su familia fuera expulsada por los comunistas. Últimamente, se ha convertido en benefactor de la zona. En especial, rescata las docenas de iglesias fortificadas que hay en los valles de Transilvania. Las iglesias de su niñez. Fueron construidas por sajones, invitados a poblar la región por los reyes de Hungría, desde el siglo XIII. Las fortificaron para protegerse de las inagotables hordas foráneas que pretendían desalojarlos: mongoles, tártaros, turcos, pechenegos. Las iglesias, que partieron como católicas y que después se volvieron luteranas, son un milagro de sobrevivencia de un orden germano implantado en un mundo permeado durante siglos por la barbarie. Sobrevivencia ahora reforzada por la filantropía de Habermann. En su noble esfuerzo, está comprometida su alma entera, porque está salvando un mundo que él mismo creyó haber perdido con su infancia.
A unos 50 kilómetros de Horezu está la ciudad de Targu Jiu. Allí, en un parque, su hijo más ilustre, el escultor Konstantin Brancusi, construyó hacia 1937 un conjunto de monumentos que conjugan la escultura con la arquitectura. Primero, una Mesa del Silencio, una maciza mesa redonda, de conmovedora simplicidad, que está rodeada de 12 taburetes, también redondos. Todo de piedra. De la Mesa del Silencio, una avenida nos conduce a la Puerta del Beso, una suerte de arco de triunfo de granito. El eje horizontal tiene relieves arcaicos, que evocan motivos de folclore rumano. En el repetido beso, los labios se confrontan con una precisión geométrica que es a la vez erótica, porque parecen más vaginales que bucales. De allí, a unos dos kilómetros, la Columna Infinita, una sublime construcción metálica de casi 30 metros de altura. Al ver los 16 rombos que la conforman, uno piensa en las columnas labradas de madera de las antiguas iglesias ortodoxas rumanas. Uno piensa también en gradas y, por tanto, en una escalera, como la de Jacob. Pero al acercarnos a la columna, los rombos nos marean un poco o nos confunden: de cerca, la columna parece estar suspendida del cielo, por lo que las gradas serían para bajar a la tierra.
Polos opuestos son las ordenadas iglesias luteranas de Transilvania, y los monasterios ortodoxos de Wallachia, donde el fervor espiritual no tiene límites. Polos opuestos que se funden en las obras de Brancusi, que se debaten entre lo erótico y lo geométrico, lo terrenal y lo infinito. Mundos, todos, que han desafiado el tiempo en una zona en que todo fue siempre precario. Hasta trataron de derribar la Columna Infinita los comunistas, pero las grúas soviéticas de Ceaucescu no se la pudieron.