El Mercurio, lunes 13 de septiembre de 2004.
Opinión

Éter

Lucas Sierra I..

El futuro se ve inalámbrico

Para los clásicos, el éter era uno de los elementos de la realidad y su propiedad era colmar todo el espacio. Parece haber aquí un origen mitológico: éter era el aire del cielo más alto, el que respiraban los dioses. Según Aristóteles, era el quinto elemento, junto al fuego, tierra, aire y al agua. Mientras estos últimos le parecían mundanos y corruptibles, el éter era celestial y eterno. Era una esencia, una «quintaesencia».

La idea del éter recobró fuerza con la física moderna. El estudio de la luz y de las ondas electromagnéticas planteó la pregunta por lo que las sustentaba, pues no parecía posible que viajaran en un puro vacío. La respuesta de la ciencia fue el espectro radioeléctrico. Es el éter moderno, que usamos de una manera creciente.

Guglielmo Marconi comenzó a experimentar con mensajes inalámbricos en la década de 1890. En 1901 logró una proeza: transmitir desde Inglaterra a Terranova, recorriendo más de 3.400 kilómetros sobre el Atlántico. Algunos años después la comunicación inalámbrica llegó a Chile. Una ley de 1914, por ejemplo, aprobó la «Convención Radiotelegráfica Internacional», y otra de 1918 autorizó al Presidente Sanfuentes para expropiar tierras en Pargua a fin de instalar «una estación inalámbrica que haga el servicio telegráfico entre el Continente i la Isla de Chiloé.»

Después vino la radio y luego la televisión. Con la llegada de ésta, a fines de la década de 1950, se inició una regulación más completa del espectro. Jurídicamente, es un bien nacional de uso público, como las calles y las playas, y su uso está ordenado según un «plan» que administra la Subtel. El plan divide el espectro en una enorme y minuciosa variedad de servicios, desde las frecuencias más bajas, para ciertas comunicaciones marítimas, hasta las más altas, para comunicación satelital.

Así, cuando usted prende la televisión con el control remoto, habla por celular, desbloquea las puertas de un auto a distancia, oye radio, deja una guagua con un monitor para oír si despierta, calienta comida en un microondas o se conecta a internet «Wi-Fi», está usando frecuencias asignadas de acuerdo al plan. Esta regulación centralizada tiene una razón tecnológica que se vuelve, sin embargo, cada día más obsoleta.

La tecnología analógica obligó a pensar el espectro como un bien muy escaso y expuesto al caos de la interferencia, por lo que la planificación central parecía inevitable. Pero la tecnología digital revierte esas características. La cantidad de espectro aumenta, ya que los mensajes se comprimen y no se desbordan de un canal a otro, lo que hace posible usar el espectro que hoy se malgasta como barrera entre canales. Además, la computación permite conexiones inalámbricas más inteligentes: varios mensajes pueden ir en una misma frecuencia o uno en varias frecuencias distintas. Esto desafía la necesidad de asignar frecuencias específicas y excluyentes e, incluso, la de tener un plan centralizado.

El futuro se ve inalámbrico. Y en buena hora, pues los cables son feos e inmóviles. Como lo fue para los clásicos, el éter parece hoy la «quintaesencia». En las telecomunicaciones, al menos.