Desde hace mucho tiempo, nuestros gobiernos han sido cuidadosos con las expectativas de la gente, procurando no prometer más de lo que la economía puede dar. Han sido especialmente cautelosos con los impuestos a la renta, lo que es muy meritorio, porque subirlos tiene poco costo electoral.
Eso es porque, a diferencia de otros países de la OCDE, el impuesto a la renta personal es pagado en Chile por pocas personas, y no son muchas las que se sienten afectadas por alzas en el impuesto a las empresas. Las que no están cerca de una pyme creen que afectan solo a los ricos, y poco les preocupa su efecto en el crecimiento, la inversión o el empleo, porque el crecimiento les suena a abstracción, la inversión a un privilegio de los ricos, y el empleo -en épocas de bonanza como la actual- a algo con lo que ya cuentan. Tal vez se inquietarían de verdad si sintieran que las alzas en el impuesto a las empresas podrían afectar sus sueldos. Pero eso apenas está en el debate, a pesar de que hay estudios recientes que indican que los trabajadores las terminan financiando entre un 40 y un 70%, vía menores remuneraciones.
Lo único que queda, entonces, en el imaginario colectivo, son los beneficios que los nuevos impuestos han de financiar. Dado eso, uno diría que para un gobierno democrático, subirlos una y otra vez sería casi irresistible. Por eso mismo es admirable que nuestros gobiernos hayan sido cautos al respecto, evitando, a la vez, propuestas populistas en materia de gastos.
¿Está por acabarse esa encomiable cautela? ¿Hay riesgo de que nos volquemos a una fiesta populista, financiada con impuestos que «dan lo mismo», porque los pagan solo los ricos? Pareciera que sí, al juzgar por el debate de los candidatos de la Nueva Mayoría el domingo pasado. Solo Velasco se aferraba al antiguo espíritu de la Concertación -el que condujo a que la eligiéramos cuatro veces, y a que el país progresara tanto- de combinar propósitos nobles con la rigurosa racionalidad que se necesita para materializarlos con eficacia. Mientras Velasco nos despertaba nostalgias por esos gobiernos pasados, los demás proponían cambios disparatados, como el de darles educación superior gratuita a los ricos, o el de volver a un sistema previsional de reparto, o el de eliminar las isapres. Mientras Velasco proponía medios sensatos para implementar sus buenos fines, como el de un país más igualitario, para los demás la mera idea de medios sensatos parecía haberse esfumado.
Desde luego, si la primaria la gana Bachelet, es posible que gire hacia el centro y recupere la sensatez con que nos gobernó. Pero le va a ser difícil hacerlo, dados los compromisos populistas que ha ido acumulando, y el confuso paquete impositivo que ya anunció.
Las explicaciones que se dan para este paquete son casi peores que el paquete mismo. Dicen, por ejemplo, que las empresas ya no necesitan financiarse con recursos propios, porque ahora tienen acceso fácil al crédito. Aparte de que es muy raro este llamado al apalancamiento, como si quisieran encaminarnos a una crisis sub-prime , es obvio que no han estado nunca cerca de una pyme, para la cual recurrir al crédito es un calvario. Como paliativo, ofrecen depreciación instantánea, pero para pymes soviéticas, porque es para inversión en maquinarias y edificios.
Es paradójico que Velasco nos despierte nostalgia, siendo que es el único candidato moderno de la oposición. Es que los demás parecen fantasmas sesenteros. Con tanto izquierdismo trasnochado, Bachelet podría llegar hasta a perder la elección de noviembre, como le pasó a Frei. Sobre todo si el candidato de la Alianza es percibido como más de centro que ella, lo que debería ser el caso de Andrés Allamand.