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Filosofías educacionales de la educación

José Joaquín Brunner.

Filosofías educacionales de la educación

La propia Constitución introduce una dualidad de principios o paradigmas educacionales donde deben convivir Platón y Hegel; las tradiciones administrativas del Estado napoleónico y la libre asociación de una sociedad civil pluralista y diversa.

Siempre han existido dos maneras opuestas de mirar la institucionalidad de la educación. Desde arriba hacia abajo, concebida a la manera de una jerarquía escalonada de autoridades, niveles y actores que se ordenan administrativamente dentro de una cuadrícula de posiciones y reglas. O bien, desde abajo hacia arriba, a la manera de grupos humanos, comunidades y redes que se articulan ascendentemente, diferenciándose y adquiriendo mayor complejidad y formas cada vez más sofisticadas (y artificiales) de confianza.

La primera visión es sistémica, arquitectónica y burocrática. Sitúa al Estado como la cúspide de una construcción cuyo funcionamiento se asegura por medio de comandos y reglas. En su imagen filosófica, corresponde a la utopía platónica de un Estado docente. En él, dice Platón, el cargo de director de educación estatal ostenta la más alta importancia. La educación representa una búsqueda apasionada de orden; el Estado se convierte en “el educador supremo de toda la ciudad” (W. Jaeger). Ejerce un monopolio sobre la selección educacional al mismo tiempo que somete la enseñanza a una rígida y minuciosa planificación pedagógica. Popper atribuyó a este diseño un carácter totalitario. Exageró, creo yo, e incurrió en un anacronismo, trasladando a Platón a nuestro siglo XX al leerlo a través de una lente ideológica que exagera sus aspectos distópicos.

En la época moderna, la perspectiva Estado-céntrica de la educación suele adjudicarse a Napoleón y la tradición administrativa de una burocracia central encargada de socializar y educar a los jóvenes en una fuerte identidad nacional (estatal) y en una concepción tecnocrática del poder. La universidad imperial instaurada por Napoleón (1810), un verdadero ministerio de educación, refleja bien el verticalismo, la vocación pública y la uniformación de condiciones como paradigma de organización de la sociedad.

La visión opuesta es interactiva, emergente, basada en la confianza entre personas y grupos, y construida a partir de las familias, los vecinos y las localidades. Los procesos de enseñanza y aprendizaje se articulan desde esa base y ascienden progresivamente hacia escalas mayores, coordinándose entre sí a través de establecimientos comunitarios alejados de la primacía estatal.

En su imagen filosófica corresponde a la idea hegeliana de una sociedad civil empoderada y activa donde tiene lugar la bildung; formación a través del autocultivo de la mente y el espíritu en el seno del proceso sociohistórico. Ocurre primero que todo en la familia, pero se expande luego a lo ancho de la sociedad civil, en establecimientos situados entre aquella y esta, entre lo privado y lo público (no-estatal). Este proceso formativo culmina con la libertad y la racionalidad del sujeto autónomo, principio más propio del Estado moderno.

Hasta hoy escuchamos en nuestro propio debate constitucional cómo estas dos visiones o paradigmas se disputan la orientación del futuro.

Por un lado, en resonancia con el principio de una educación surgida desde la sociedad civil, se establece un sistema nacional de educación integrado por establecimientos e instituciones de educación parvularia, básica, media y superior, creados o reconocidos por el Estado. Esto quiere decir: todo tipo de centros educativos, sean estatales o no estatales. En el caso de los últimos, la ley determina los requisitos para su reconocimiento oficial, tal como ocurre en Chile desde el siglo XIX.

Es decir, domina aquí la visión que llamamos hegeliana o de sociedad civil educadora, próxima a la realidad vigente del sistema chileno, que la ley caracteriza como mixto. Incluso, esa visión plural y diversa se ensancharía ahora, al reconocerse “la autonomía de los pueblos y naciones indígenas para desarrollar sus propios establecimientos e instituciones de conformidad con sus costumbres y cultura”.

La Carta Fundamental pudo quedarse aquí. O bien, como se hace en otros países —Holanda es un caso ejemplar—, pudo consagrar la igualdad de trato entre todas las instituciones (estatales y no estatales), consonante con la igualdad de niñas, niños y jóvenes frente al derecho a la educación. Mas no fue esa la opción.

Efectivamente, al lado del sistema nacional, la Constitución propuesta crea un Sistema de Educación Pública de carácter laico y gratuito, compuesto únicamente por establecimientos e instituciones estatales de todos los niveles y modalidades educativas. Este “constituye el eje estratégico del Sistema Nacional de Educación”, y su “ampliación y fortalecimiento es un deber primordial del Estado”, el que debe articularlo y financiarlo “de forma permanente, directa, pertinente y suficiente a través de aportes basales”. Nada de esto aplica al sector no estatal, privado subvencionado.

Dicho en otras palabras, estamos aquí en las antípodas del sistema nacional, ante una arremetida de la visión platónico-napoleónica de la educación, donde esta se construye administrativamente desde arriba y recibe el monopolio público como un privilegio. En efecto, cuenta con prioridad política, preferencia estratégica y financiamiento garantizado.

De esta forma, la propia Constitución introduce una dualidad de principios o paradigmas educacionales donde deben convivir Platón y Hegel; las tradiciones administrativas del Estado napoleónico y la libre asociación de una sociedad civil pluralista y diversa.

Dirá usted: nada nuevo bajo el sol. ¡Así es! Efectivamente, esta misma tensión animó los debates educacionales del primer y del segundo centenario de la República, cuyos ecos resuenan hasta hoy. ¿Tomará otro siglo hacer convivir pacífica y positivamente ambos paradigmas en una síntesis pública concebida en términos adecuados al mundo contemporáneo?