El Mercurio, 6 de julio de 2018
Opinión

Fin de ciclo

David Gallagher.

Esta es mi última columna por un buen rato. Porque el Presidente Piñera me ha nombrado embajador en el Reino Unido, para mí un gran honor.

Al unirse al gobierno, uno deja de ser el simple individuo que era, más aun cuando el trabajo es de representar el país en el exterior. Trabajo que no conversa bien, creo yo, con la escritura de columnas personales.

Mi primera columna se publicó un viernes de 1987, y salvo un sabático de unos 18 meses en 1991-2, para editar un libro de las columnas, he escrito en este espacio desde entonces. Esa primera columna, titulada «El mito de América», era sobre «Fitzcarraldo», la gran película de Werner Herzog. La evoco ahora para cerrar el ciclo.

La película se había estrenado en 1982, por lo que yo no contaba con un pretexto sólido para comentarla. Poder hacerlo era parte de la grata libertad que siempre me dio «El Mercurio». Mi razón ese día era circunstancial. Había visto la película la noche anterior en la casa de Diego Maquieira, y me había conmovido.

Recordemos que trata de un irlandés excéntrico que a comienzos del siglo veinte se propone construir un teatro de ópera en Iquitos. Lo quiere comparable al de Manaos. Fitzcarraldo había ido a ver al gran Caruso cantar Ernani en Manaos, pero había llegado tarde, logrando oír solo las últimas cuerdas del último trío. Su objetivo es compensar ese fatal atraso, que se debió a los imprevistos de un largo viaje fluvial.

Para reunir el dinero necesario, Fitzcarraldo (Klaus Kinski) decide explotar caucho en una zona tan remota que a nadie le ha interesado. Compra un viejo vapor que bautiza Molly Aida: Molly por su amante, la dueña del prostíbulo de Iquitos (Claudia Cardinale), y Aida en homenaje a Verdi. Sube el río Ucayali, penetrando territorios habitados por indios salvajes. Siempre impecable, de corbata y chaqueta blanca, instala un fonógrafo en la proa del barco para aplacar a los indios con la voz del gran Caruso cantando «Rigoletto». Más adelante, para evitar unos rápidos prohibitivos, decide trasladar el Molly Aida a un río paralelo. Centenares de indios lo portan a hombros hasta alcanzarlo. Pero el éxito de la heroica hazaña se le va a la cabeza a Fitzcarraldo: se suelta la corbata, bebe, y se duerme. Un indio aprovecha para soltar las amarras del Molly Aida, dejándolo a la merced de una feroz corriente.

Herzog, quien filmó la escena sin efectos especiales -de verdad trasladaron un barco de 320 toneladas a través de un cerro-, se confesó una vez «conquistador de lo inútil», y eso es lo que es también Fitzcarraldo. La película entera, que hace pensar en el mito de Sísifo, es un homenaje al esfuerzo inútil. También conjuga diversos sueños europeos sobre América. El del paraíso edénico al que se accede por un río en un viaje al pasado. El del paraíso americano que resulta ser un infierno. El de riquezas escondidas que nos esperan, como las de El Dorado. El de la catástrofe que le aguarda a quien las busca. El de reproducir Europa en plena selva, instalando allí réplicas de ella. El de la facilidad con que esas réplicas son destruidas por la naturaleza.

La película en general encarna el difícil encuentro del mundo europeo con el americano. Encuentro que a la vez ha generado formidables riquezas espirituales y materiales, porque tanto Europa como América son más, mucho más gracias a que se encontraran. Creo que por esta razón la película me llegó tanto esa noche de 1987. He vivido ese encuentro intercontinental toda una vida. De allí el estímulo especial de representar a nuestro país en Londres, donde espero aclarar que acá, la magia y la aventura existen, menos mal, pero en un contexto moderno y estable de país que tiene mucho que aprender de Europa, pero también mucho que enseñarle.