Existen diversos argumentos para terminar con el aporte obligatorio que exigen los establecimientos subvencionados: porque restringe la libertad de elección de los padres al condicionar la elección del colegio a la capacidad de pago; porque no es un sistema equitativo, en la medida que aquellos que tienen menor capital cultural son los que tienen menos recursos; no es un sistema simétrico para los establecimientos municipales, pues tienen restricciones para cobrar a los padres, y podría afectar de forma negativa la integración social del sistema.
Es verdad que existen otras alternativas para abordar cada uno de estos aspectos, y también es cierto que la desventaja de eliminar el financiamiento compartido es la pérdida de focalización del gasto público en quienes más lo requieren. Sin embargo, las otras alternativas también tienen sus desventajas y el término del financiamiento compartido, aunque costoso para el Estado, tiene la ventaja de dejar a todos los niños en igualdad de condiciones.
Resulta, entonces, fundamental que el proyecto del Gobierno que pone fin al copago perfeccione el actual sistema de financiamiento, asegurando un trato equitativo a los estudiantes y un financiamiento adecuado para una educación de calidad.
Este proyecto tiene aportes valiosos al respecto. Por una parte, crea una subvención para la clase media, entregando en promedio $15.000 mensuales adicionales a los niños que pertenecen del quinto hasta el octavo decil. Por otra, se crea una subvención pro gratuidad, equivalente a $9.476 por niño mensual a los colegios que son gratuitos. Este aporte extra a la subvención es un incentivo para que los colegios que hoy cobran menos de $10.000 dejen de hacerlo, beneficiando a cerca del 46% de los niños que hoy asiste a un colegio con copago.
Con todo, el proyecto tiene aspectos preocupantes. El ministro de Educación y la Presidenta han sido enfáticos en asegurar a la ciudadanía que ningún niño se verá perjudicado. Pero esto no es así. El proyecto congela en pesos el aporte máximo de financiamiento compartido. Así, solo por la pérdida del reajuste anual algunos niños se verán afectados desde el primer año de su implementación. A ello se suma un trato discriminatorio entre los niños, pues mientras los niños que pagan el copago máximo se verán perjudicados a partir del primer año, los otros podrán aumentar sus recursos, incrementando el monto que aportan sus padres, pues se congela el techo del copago y no el monto que hoy cobran los colegios.
Además, el proyecto establece que el monto máximo del copago disminuirá anualmente, en la misma cantidad en que aumenta en pesos la subvención. Pero resulta que el monto en pesos de la subvención aumenta todos los años por el reajuste del sector público, sin que esto implique un aumento real. Si cada año la subvención se reajustara en 5%, al cabo de 10 años el monto máximo del copago se vería reducido en cerca de $32.500, sin que el Estado hubiese aumentado en un peso real la subvención, perjudicando a todos los niños que hoy pagan más de $50.000.
Por su diseño, este proyecto necesariamente perjudicará a algunos niños. El número de niños perjudicados en régimen dependerá del aumento real de la subvención. En caso de no aumentarse la subvención, se verán perjudicados 355.000 niños, arriesgando un incremento en la segregación del sistema al emigrar parte de estos alumnos al sector particular pagado. Esto podría evitarse si se congelara el monto real que hoy cobran los colegios y se amarrara el término del financiamiento compartido al aumento real de la subvención, que podría realizarse fijando el aumento real de la subvención en los próximos 10 años, o dejando indeterminado el número de años hasta alcanzar el aumento necesario.
El aspecto más crítico de esta medida es la falta de compromiso del Gobierno con el aumento de recursos para la educación escolar. Si el Gobierno quiere cumplir su promesa de no perjudicar a nadie, entonces la subvención debería aumentar en $70.000 reales, con un costo de US$ 4.500 millones; hasta ahora, empero, solo ha comprometido US$ 1.000 millones, sembrando la incertidumbre en las familias y los sostenedores.
Las ventajas de terminar con el financiamiento compartido frente a otras alternativas se desvanecen si no se comprometen los recursos necesarios para asegurar una educación de calidad. Si queremos avanzar en justicia social, entonces deberíamos invertir el grueso de los recursos en la educación escolar y parvularia, algo que hasta ahora no hemos visto.