Urge abordar las causas de la fragilidad parlamentaria, que van más allá de cuántas fuerzas compiten en la papeleta y llegan a la Cámara.
Tras la presentación de un proyecto de reforma constitucional por parte de un grupo transversal de parlamentarios, se ha reabierto el debate en torno a nuestro sistema electoral y político. Aunque existe un diagnóstico compartido respecto de lo dañina que resulta la fragmentación y la atomización para nuestra democracia, no se observa el mismo nivel de acuerdo en cuanto a las soluciones. Hasta ahora, los esfuerzos se han concentrado mayoritariamente en corregir el sistema electoral. Un problema que, por cierto, no tiene fácil ingeniería. Sin embargo, la experiencia del último periodo legislativo sugiere que focalizarse únicamente en las reglas de acceso al parlamento podría resultar insuficiente si no se fortalece el sistema de partidos y se corrigen los incentivos y reglas postelectorales.
El panorama político resultante de las elecciones de 2021 dejó en evidencia una profunda fragmentación: 21 fuerzas lograron escaños en la Cámara. Un factor relevante fue la presencia de independientes en las listas partidarias, lo que permitió a numerosas colectividades obtener representación sin contar con una sólida base militante ni con propuestas programáticas claras, sino a través del arrastre personal de estos candidatos. Ejemplos como el PRI, Ciudadanos y Comunes, que ingresaron exclusivamente mediante independientes, revelan una dinámica que dificulta aún más la gobernabilidad. De hecho, de los 155 diputados electos casi una cuarta parte corresponde a independientes integrados en listas partidarias.
Pero, incluso si las reformas lograran limitar el número de partidos o desincentivar la presencia de independientes, el problema podría reproducirse durante el ejercicio parlamentario. La entrada de nuevas agrupaciones como Acción Humanista, Amarillos por Chile, Demócratas y el Partido Social Cristiano, originadas por la afiliación de parlamentarios a dichas fuerzas, ha tenido como consecuencia la mantención de este espectro político altamente fragmentado, evidenciando que no basta con ajustar las reglas de entrada para asegurar mayorías estables.
A ello se suma la volatilidad interna: en poco más de tres años, 20 diputados renunciaron a los partidos por los que fueron electos, y 8 de ellos se cambiaron a otra colectividad. Esto implica que, de los 118 legisladores inicialmente afiliados a partidos, un 24% ya no se mantiene en la misma agrupación. Ejemplos extremos como el Partido de la Gente, que perdió a todos sus representantes, ilustran la magnitud del fenómeno. Pero también afecta a los partidos más consolidados, como Renovación Nacional, que vio la salida de 5 de sus militantes, y a los independientes afiliados a partidos. Si bien 8 independientes terminaron por formalizar su adhesión a la colectividad que los acogió, 4 se afiliaron a una diferente.
Urge abordar las causas de la fragilidad parlamentaria, que van más allá de cuántas fuerzas compiten en la papeleta y llegan a la Cámara. El debilitamiento programático, la falta de disciplina y el predominio de estrategias individualistas son factores que minan la posibilidad de acuerdos duraderos, aun cuando se logre la ingeniería electoral perfecta. Si el objetivo es dar respuesta a las demandas ciudadanas, necesitamos una aproximación integral que no se limite a la puerta de entrada del Congreso.