En Chile, hay empleados públicos ejemplares. Pero también, muchos gatos de campo. En este gobierno, esta lista parece larga.
En políticas públicas hay escándalos que confirman lo sabido. Es lo que ha sucedido con la “lista de Dorothy”. El abuso de licencias era conocido. Solo recuerde a algunas parlamentarias del Frente Amplio que, enfrentadas a algún contratiempo, acudían a licencias. Incluso Monsalve, el ex zar de nuestra seguridad, pidió una licencia a su hija. El fraude público tampoco es nuevo. En medio del covid, durante el gobierno de Piñera, se entregó un bono para la clase media de $500.000 a quienes habían perdido su trabajo o buena parte de sus ingresos. Unos 37.000 empleados fiscales lo cobraron.
Si nos atenemos a la etimología de la palabra privilegio, esto es, una ley particular (privus-legis), los empleados públicos pagados con recursos de todos los chilenos son “privi-legiados”. El Estatuto Administrativo, implementado en septiembre de 1989 por la Junta Militar, tuvo como objetivo apernar a quienes formaban parte del Estado. Fue una herencia política de Pinochet que se convirtió en una conveniente y lucrativa bandera de lucha para la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), administrada por la izquierda.
Es cierto que durante la transición a la democracia el sector público no era buen pagador. Pero eso ya no es así. Hoy los empleados del Estado ganan más que los del sector privado y trabajan menos, ya que el ausentismo público duplica al privado. Todo esto, con pega asegurada.
Durante el período de la Concertación, el Estado comenzó a crecer al ritmo del crecimiento económico. Para evitar sobrecargar la planta de “privi-legiados”, se priorizó la contratación a plazo fijo a través de “contratas” y funciones “a honorarios”. Ahora bien, gracias a la creativa y afilada pluma de un exjuez de la Corte Suprema y la indiferencia de un excontralor, esos empleados a “contrata” obtuvieron los mismos privilegios que los funcionarios de planta con solo dos años de trabajo. Afortunadamente, la nueva contralora enmendó el criterio de su predecesor y la Corte Suprema fijó cinco años como plazo para otorgarles esa “confianza legítima”.
En Chile, el Estado o, mejor dicho, todos los chilenos, sostenemos más de un millón de empleos. El problema es que esa planta ha aumentado sin que la economía acompañe. Entre el 2003 y el 2013, el crecimiento económico superaba el 4% y la inversión era casi un 8% del PIB. Entre 2014 y el 2024, el crecimiento apenas superó el 2% y la inversión fue solo un 1,1% del PIB. Pero el Estado y la permisología han seguido creciendo y ahogando el emprendimiento en un decenio de vacas flacas. Las municipalidades son una caja negra. Muchas campañas y favores son a costa del fisco. ¿Sabe alguien cuántos militantes del PC trabajan para el Estado?
Algunas reparticiones suelen coquetear con las huelgas que, por la importancia insustituible de sus funciones, nuestra Constitución prohíbe. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a que el Servicio Médico Legal retrase la digna sepultura de seres queridos, a que el hospital público abandone a sus enfermos o a que los profesores dejen sin clases a los niños. Aunque el Estatuto Docente es explícito ante ese “incumplimiento grave de las funciones”, el Colegio de Profesores ha tenido una agenda más política que educacional. Y del Colegio Médico, el gremio de las licencias, mejor no hablar.
El último escándalo, inaceptable desde donde se lo mire, es solo otra punta del iceberg. Por eso debemos celebrar la reacción pública y la promesa de la Contraloría de seguir ahondando. La realidad del Estado es más compleja de lo que suponían los jóvenes del Frente Amplio. No todo se resuelve con peroratas, buenas intenciones, comisiones o nuevas leyes. Se requiere de una cirugía mayor antes de que el sector público sea la casta de la motosierra. En Chile, hay empleados públicos ejemplares. Pero también, muchos gatos de campo. En este gobierno, esta lista parece larga.