El Mercurio, 14/1/2011
Opinión

Gogol en Santiago

David Gallagher.

«Todos salimos del ‘Capote’ de Gogol». La frase, de Dostoievsky, demuestra la influencia que tuvo en Rusia este cuento, que Gogol publicó en 1842. En estos días ha estado en Santiago a Mil, en una versión teatral búlgara.

Es un gran cuento, que describe las aventuras de un tal Akaky Akakievich Bashmachkin. Bajo, pelirrojo, arrugado y miope, Akaky trabaja de copista en la inmensa burocracia rusa. No tiene amigos. Sus colegas se ríen de él. Cuando vuelve a su pieza alquilada, sigue copiando, deleitándose con la intrincada forma de cada letra. Dibujarlas con su pluma es su único placer.

Un día percibe que su capote está muy roto, y se ve obligado a ahorrar para hacerse uno nuevo. Vale la pena. Cuando lo ven con el flamante capote, sus colegas lo aplauden. Hasta insisten en hacerle una fiesta, nada menos que en la casa de un jefe. Akaky camina raudo por barrios lujosos, de cuya existencia no sospechaba, barrios donde la gente luce finos capotes de piel. Al llegar a la fiesta, le hacen beber champagne, pero lo invade la timidez, y se escapa. En el largo camino de vuelta, llega a una plaza inmensa. En la brumosa noche de San Peterburgo, apenas ve el otro costado. Con recelo, con aprensión, sigue, pero lo asaltan.

Akaky no logra que la policía lo ayude a recuperar el capote que le roban. Un Gran Personaje al que acude lo humilla. Derrotado, aniquilado por el frío, e invadido por una fulminante fiebre, fallece.

Pero vuelve a la ciudad como fantasma, y con una insolencia inimaginable cuando estaba vivo, le arranca los capotes a la gente. La policía ordena capturarlo, vivo o muerto. Unos guardias lo logran, pero a uno se le ocurre sacar de su bota una caja de rapé, para descongelarse la nariz. El rapé es muy fuerte, hasta para un cadáver. Akaky suelta un estruendoso estornudo, y en la confusión, se escurre. Va a buscar al Gran Personaje que lo había humillado. Le arranca el suntuoso capote que lleva, y se da por satisfecho.

Akaky es uno de los primeros de una larga línea de funcionarios humildes que figuran en la literatura rusa. También prefigura a los héroes de Kafka. Es tan desadaptado, tan anormal, tan insignificante, tan insustancial, que Nabokov alega que fue siempre un fantasma, que lo era aun antes de morir. ¿Pero no lo son también sus colegas? ¿No es fatasmagórico el laberinto burocrático en que trabajan? ¿No lo es el mundo en que vivimos? El cuento de Gogol es una reflexión sobre la soledad de un hombre que nace distinto, un hombre tan insólito que apenas pertenece a este mundo. Pero es una reflexión también sobre lo insólitos que somos todos.

El complejo lenguaje de Gogol está lleno de trampas, de hoyos negros. Nos hace reír, pero de repente nos acerca al abismo, dándonos, según Nabokov, «la sensación de que algo a la vez ridículo y estelar nos acecha a la vuelta de la esquina, donde la diferencia entre lo cómico y lo cósmico es marcada por una sola sibilante».

La adaptación búlgara del «Capote» es hecha desde el punto de vista de los guardias que atrapan al fantasma. Pero da poca idea de qué se trata el cuento. Parece que está de moda un teatro que se nutre del prestigio de alguna obra famosa, pero que procede a hacer lo que quiere con ella. Para los búlgaros, el «Capote» es un pretexto para que se luzcan dos comediantes, que -hay que reconocerlo- nos hacen reír a carcajadas.

Ojalá fuera el caso de «Amledi, el tonto», de Raúl Ruiz, una obra pretenciosa, en que unos supuestos antecesores nórdicos de Hamlet discurren, o mejor dicho gritan, en un lenguaje que vacila entre la ambición poética y la chabacanería, sin amago de humor, de agudeza o de belleza. Menos mal que en lo que queda del magnífico Santiago a Mil, vienen decenas de obras muy promisorias.