La Convención no quiso ni pudo habitar la República. No ha logrado generar un espíritu invitante de integración. Se nos ha dicho hasta el cansancio que debemos mirar el resultado. Bien, eso es para votar. Pero es obtuso creer que el proceso queda suspendido en el limbo. Pues no. Pesa y seguirá pesando.
El Presidente Boric acaba de acuñar un concepto que espero quede en los anales de nuestra historia. Se asemeja a aquello denominado “gracia de Estado”, que significa asumir una representación que supera con creces al individuo que la asume. Explicando aquello mismo, el Presidente ha utilizado un término más evocador y sustantivo: “Habitar la República”. Me atrevería a decir que también es más invitante, pues remite a una comunidad y a un tiempo que junta pasado y futuro. Los que estuvieron, los que están, los que estarán.
Recuerdo muy bien las imágenes de cuando este Presidente asumió. En el momento en que la banda le fue investida, estaba todavía embargado por una emoción algo ansiosa, mirando y saludando desde el estrado más que concentrado en el símbolo que aquello significaba. Si no me equivoco, fue cuando estuvo frente a La Moneda, detenido en la alfombra roja, con una escenificación algo incierta, en que alguien —menos mal— le arregló el cuello de la camisa, que su rostro cambió al sonar los acordes de la canción nacional. Al fin, parecía solo consigo mismo.
Tiene razón el Presidente cuando señala que por razones generacionales —y agregaré yo también ideológicas— asumir el rol de la representación sacrificando la autonomía personal, es un aprendizaje. Mal que mal, todos los Presidentes de la República desde Aylwin a Piñera se formaron o respiraron algo de la antigua república anterior a la dictadura. Esta generación creció en un “habitar” que nosotros, los de las generaciones anteriores, creímos genuinamente que era la que soñábamos que tuvieran. Ilusión necia, sin duda, pero noble.
No obstante, es una virtud de la vapuleada política chilena que aquella generación tan crítica de la democracia construida desde los 90 llegara al poder por una vía enteramente institucional. Y aunque no son pocos quienes la consideran solo instrumental, es un triunfo de la política institucional. “Habitar la República” se yergue como un mandato para el Gobierno. Me pregunto entonces qué ha pasado con el mandato de la Convención Constitucional.
Recuerdo con cuán estúpida ingenuidad imaginé cómo podría ser la instauración de la Convención. Por razones enteramente personales lo conversé con algunos personeros de gobierno insistiendo en que la ceremonia de investidura fuera un ritual “de paso”. Tenía en mi cabeza la ceremonia con que se celebró la promulgación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria en 1920. La escena es deslumbrante: Darío Salas preside el desfile en la Alameda, y tras él, profesores y alumnos sujetan a la vez que cortejan una gigantesca bandera chilena. Les seguían todas las escuelas de la capital con sus respectivos profesores entonando el himno escrito por el propio Salas para la ocasión y el himno nacional, que debía coincidir con el momento en que pasaban frente a La Moneda, donde estaba la tarima presidencial. La ley se había discutido durante 20 años, transformándose en un eje divisorio de la política chilena entre conservadores católicos y radicales.
Pues bien, en la tarima junto al Presidente Juan Luis Sanfuentes y el Presidente electo Arturo Alessandri estaba el arzobispo de Santiago, lo cual podría ser solo protocolar, pero ¡desfilaron todas las escuelas católicas! Hipocresía de una casta privilegiada o algo así dirían ahora. Pues no. Porque en la discusión de la ley —1.500 páginas que son una novela y que me consta muy pocos historiadores han leído— el debate transitó de la lucha entre el derecho del padre a educar a sus hijos y el derecho del niño a recibir educación, al otro problema crucial: por qué esos padres no enviaban a sus hijos a la escuela. La respuesta era tan sencilla como dramática: por pobres.
El giro lo hicieron los conservadores que transitaban hacia el social cristianismo y también los radicales que transitaban hacia la socialdemocracia. Esa ley incluyó, entre otras cosas, nada más ni nada menos que el comienzo de la alimentación escolar. Todos tenían razones para estar ahí, aunque fuera por distintas razones.
Bien, me imaginaba a los convencionales caminando desde un lugar donde juraran a otro donde asumieran el cargo y que en el trayecto los acompañaran coros de niños. Era el momento performativo de transitar hacia su mandato. De solo recordar cómo fue aquello en la realidad me tomo la cabeza a dos manos por mi total desubicación.
Sin embargo, el ritual Loncon-Valladares quedará entre sus grandes momentos. El conjunto presagiaba la irrupción de voces muy nuevas cuyo objetivo primero era establecer una agenda de principios máximos más que de comunes mínimos.
Al final, y seguro que con el pesar de muchos de ellos, la Convención no quiso ni pudo habitar la República. No ha logrado generar un espíritu invitante de integración. Se nos ha dicho hasta el cansancio que debemos mirar el resultado. Bien, eso es para votar. Pero es obtuso creer que el proceso queda suspendido en el limbo. Pues no. Pesa y seguirá pesando.
Por ello se hace cada día más posible situar su desarrollo y su resultado en un “proceso constituyente” con hitos decisivos, pero no definitivos.
Tiene razón el Presidente. Habitar la República es un aprendizaje. Para ellos, para cada uno, para todos.