El Mercurio, 30 de mayo de 2014
Opinión

Hacia un diálogo serio

David Gallagher.

Desde el 21 de mayo, el Gobierno ha mostrado alguna propensión al diálogo, y eso es una gran noticia. Hasta ahora un gobierno que había prometido ser «participativo» y «ciudadano» parecía haber entendido ese cometido como uno de índole más bien propagandística, con desplazamientos a terreno diseñados menos para oír que para reeducar. Por otro lado, muchos de los líderes de la Nueva Mayoría en el Congreso se habían dedicado a descalificar a cualquier crítico, sobre todo a aquellos de la ex Concertación que, con extraordinaria valentía, en un ambiente de pesada censura conformista, se habían aventurado a expresar lo que creían bueno para el país. Afortunadamente da la impresión de que todo esto puede cambiar gracias, también, a que el Senado da muestras de querer honrar su misión de ser estudioso y reflexivo.

El diálogo es especialmente importante en este momento porque el Gobierno nos está proponiendo un vertiginoso conjunto de medidas sin, por definición -dado su poco tiempo en el poder-, haber podido estudiar sus posibles efectos. ¿Contribuyen a lograr ese objetivo con el que pocos chilenos no concuerdan, de un país más justo e inclusivo? ¿Estamos seguros de que no tendrán efectos indeseados, de que no redundarán en un letal conjunto de Transantiagos? Necesitamos diálogo -y mucho estudio- no para subvertir la contundente mayoría de la cual el Gobierno está justificadamente orgulloso, sino para contestar esas preguntas y contribuir a que el Gobierno sea eficaz.

En educación, por ejemplo, ¿quién no querría más calidad y menos segregación? La duda es si la combinación de medidas contempladas logra esos fines. Apuntan a sustituir un tipo de financiamiento por otro. Pero parecería más lógico que se concentraran en invertir en educación pública. El ministro ha dicho que su reforma es sistémica y que, como las reformas económicas de 1975, va a liberar las fuerzas creativas que de allí transformarán la educación. Es una explicación ingeniosa, pero no logra eliminar la sospecha de que él está usando su gran capacidad discursiva para racionalizar el hecho de que sus reformas emanan de eslóganes previos. «No al lucro», «gratuidad para todos» y «fin del copago»: son eslóganes que apuntan a fines que muchos compartimos, pero que no parecen ser los más prioritarios frente a una inevitable escasez de recursos.

En cuanto a esos recursos, la reforma tributaria también adolece de haber emanado de un eslogan, en este caso el «fin del FUT», y por ello se ha generado ese monstruo surrealista que es el impuesto a la utilidad atribuida. Las críticas más lapidarias a la reforma son las que apuntan a sus defectos constitucionales y operativos, además de su falta de sinceridad. Si se abren ahora al diálogo, las autoridades deberían poder recaudar lo que pretendían, pero en forma más racional y transparente.

Cabe decir que aun con más apertura al diálogo, el hecho de proponer tantas reformas estructurales en forma simultánea dificulta todo análisis. No están de moda los grandes acuerdos, pero tal vez uno que se diera pronto entre toda la clase política podría evitar ese peligroso espíritu de ahora o nunca con que actúa el Gobierno. La ciudadanía se merece escuchar y participar en discusiones técnicas serias sobre educación y reforma tributaria, y todos los otros temas que están en la agenda. Temas como la reforma electoral, las pensiones, el agua, el aborto, la salud, el trabajo y la energía, para qué hablar de la nueva Constitución. Para eso la oposición tiene que ponerse seria también, elaborando propuestas coherentes, en vez de ella también recurrir a eslóganes. Todo esto para que, como decía el Presidente Lagos, «cuidemos Chile».