Hoy, en muchos países, la izquierda puede perfectamente significar libertad económica y mercado, y la derecha, paternalismo corporativista.
Cuando presentó su último presupuesto al Parlamento, el no siempre humilde ministro de Hacienda británico anunció que Gran Bretaña disfrutaba de su período más largo de crecimiento ininterrumpido desde 1701. Exagerado o no, Gordon Brown nos obligó a meditar en los notables logros del Partido Laborista.
Tras casi 20 años de gobierno conservador, los laboristas ganaron las elecciones en 1997 con un programa abiertamente liberal. En los años anteriores, Blair los había liberado de su dependencia de los sindicatos, forjando un nuevo laborismo, que, como el de Nueva Zelanda o Australia, ya no se sentía obligado a defender intereses sectoriales o de clase. Blair incluso se postuló -no tan veladamente- como el verdadero heredero de Margaret Thatcher y de su revolución económica libertaria, insinuando que era el Partido Conservador el que había regresado a una antigua vocación corporativista. Su estrategia no era tan sorprendente, si pensamos que en Australia y Nueva Zelanda, en los años 80, gobiernos laboristas habían enfrentado intereses corporativos defendidos por la derecha, para dar inicio a las muy exitosas revoluciones libremercadistas de esos países.
Hoy día, una mayoría de británicos cree que los laboristas tienen mejores políticas económicas que los conservadores. Los empresarios se sienten cómodos con ellos. Los conservadores se ven cada vez más empantanados en causas anacrónicas, como el antieuropeísmo, y el Partido Laborista parece que será reelegido, el 5 de mayo, para un merecido tercer mandato. Blair está cumpliendo el sueño de Harold Wilson, de convertir a su partido en «el partido natural de gobierno».
En general, desde 1980, los partidos progresistas del Primer Mundo han descubierto que no hay lógica que los ate al estatismo. Han percibido que es en el mercado donde se da la revolución permanente que derrumba privilegios inmerecidos, y donde adquieren poder participativo permanente los ciudadanos. Hoy día, en muchos países, la izquierda puede perfectamente significar libertad económica y mercado, y la derecha, paternalismo corporativista; la izquierda, libre comercio y globalización, y la derecha, proteccionismo y nacionalismo. Según un reciente «Economist», el único gobierno «socialista a la antigua» que queda en Europa es el de Chirac.
El Presidente Lagos ha posicionado a la izquierda chilena en esta nueva tendencia. Pero algunos se preguntan si el cambio está de verdad consolidado. Si Michelle Bachelet es elegida Presidenta, ¿se profundizará, o habrá un retroceso a las prácticas del pasado? ¿Ganarán los liberales o los «barones»? No tengo una respuesta segura, pero debo señalar que si Michelle Bachelet quiere retroceder al pasado, es raro que haya nombrado como asesores claves a gente como Jorge Marshall y José Joaquín Brunner. Además, los «barones» con que éstos estarían en pugna no son tan distintos a ellos. La diferencia es más de tono que de fondo. Desde ya, es menor que la que hay en la DC entre los tecnócratas y los «colorines» contrarios al modelo económico.
Que haya gente interesada, tanto en la DC como en la derecha, en levantar una pugna irreconciliable en la izquierda es, claro, muy entendible. Después de todo, no hay nada más desesperante que esta nueva izquierda liberal, para quienes se acostumbraron a ganarle elecciones denostando su populismo. Su modernidad es una buena noticia para Chile, pero, como muchas veces pasa, lo que es buena noticia para un país es mala noticia para algunos que desean gobernarlo.