Dicen que la crisis económica mundial ha revindicado a John Maynard Keynes. Puede ser. Pero también ha revindicado a Friedrich Hayek, su supuesto antípoda.
Para Hayek, la razón de ser de la economía de mercado reside en el hecho de que el conocimiento relevante para la toma de decisiones económicas está disperso por toda la sociedad. Cada individuo posee sólo un ínfimo fragmento de conocimiento, que le es dado desde su limitado rol y su particular ubicación geográfica. Por definición, entonces, a ningún individuo le está dado el conocimiento en su totalidad. Sólo el mercado, a través de sus procesos de ensayo y error, es capaz de ir filtrando el conocimiento más relevante.
De allí, según Hayek, que sea imposible la tarea del planificador central. O la de cualquier economista que, actuando como si la economía fuera una ciencia exacta, deposita un exceso de fe en sus modelos matemáticos. Éste es un iluso, porque no hay modelo capaz de captar todas las variables relevantes y, además, porque, entre éstas, las más importantes a veces ni siquiera son medibles. En su ensayo «La pretensión de conocimiento», Hayek escribe, lapidariamente, que «donde en las ciencias físicas el investigador puede medir todo aquello que, en base a una teoría prima facie, él cree importante, en las ciencias sociales a menudo es tratado como importante sólo aquello que es susceptible de ser medido».
¿Qué tiene que ver esto con la crisis actual? ¿No está casi todo el mundo gobernado por un sistema de mercado?
El problema es que la «pretensión de conocimiento» es un vicio inherente al ser humano, haya o no mercado. Todos somos propensos a perder la humildad en el ejercicio de nuestras profesiones y disciplinas, y a dejarnos llevar por la tentación de creernos omniscientes. Los análisis económicos descansan ahora más que nunca en modelos matemáticos. Mucho más de lo que jamás se habría imaginado Hayek. Además, la explosión de la informática nos ha reforzado la ilusión de que ahora sí podemos tener acceso a todas las variables. Con la televisión global, que imparte la misma información, por definición limitada, a cada rincón del planeta, esa fatal ilusión llega a ser compartida por el mundo entero.
Es con esa ilusión que se cometen errores descabellados, como los que provocaron la crisis. Los bancos fabricaron modelos de riesgo cada vez más sofisticados, que les hacían creer -valga la paradoja- que podían tomar más y más riesgos, sin mayor riesgo. Eran modelos confeccionados por «doctorados en física», por «ex empleados de la NASA», por «Premios Nobel». Con frecuencia sólo los entendían sus propios autores, pero nadie se atrevía a cuestionarlos, por temor a parecer tonto. Por último, parecían funcionar: los bancos ganaban más y más dinero.
Ahora sabemos que funcionaban en gran parte porque la gente tenía fe en ellos. Cuando una fe colectiva como ésa se pierde, no hay modelo que resista. Se impone el mercado en toda su crueldad. Da lo mismo si el modelo es confeccionado por un planificador central o por el jefe de derivados en un banco: si es inadecuado, el mercado lo reventará con igual efecto devastador.
Sólo el mercado fue capaz de derrumbar la colosal burbuja crediticia que produjo esa ilusión colectiva de omnisciencia que hubo. Ningún analista económico, ningún regulador, ningún clasificador de riesgo, ningún jefe de banco central fue capaz de hacerlo, porque todos se dejaban llevar por los mismos modelos.
A Hayek no le habría sorprendido que tarde o temprano el mercado se vengara de tanta fantasía constructivista.