El Mercurio, lunes 27 de diciembre de 2004.
Opinión

Informes

Lucas Sierra I..

Los documentos Rettig y Valech son parecidos, pero también distintos.

El retorno a la democracia ha contado con dos informes: el de la comisión Rettig y el reciente de la comisión Valech, en la que participé. Esto no es raro en sociedades que, como la nuestra, han experimentado fracturas en sus regímenes democráticos, seguidas de una concentración del poder que invitó, irresistiblemente, a su abuso. Es parte del legado del autoritarismo.

Este legado hipoteca el retorno a la democracia. ¿Qué hacer con él? Difícil: los responsables siguen vivos y, a veces, con poder; hay amnistías y prescripción, el conocimiento de lo ocurrido toma tiempo en asentarse, pues la concentración de poder que permitió el abuso corrió un velo sobre él. Cualquier sentimiento de justicia choca con un muro. La literatura llama a este verdadero karma de las transiciones «justicia transicional».

Los informes Rettig y Valech son parte de nuestra justicia transicional. Obviamente, no hacen justicia en un sentido jurisdiccional del término, pero sí en otros, pues dan visibilidad a víctimas por largo tiempo postergadas, y echan luz sobre las prácticas en que se embarcó el poder. De este modo, dificultan la negación e incentivan el reconocimiento. Hay algo justo en esto. En un sentido histórico, tal vez.

El propósito de contar una historia asemeja a ambos informes, como dos capítulos de un mismo relato. Hay entre ellos, sin embargo, significativas diferencias, cuantitativas y, más importante, cualitativas. Los casos conocidos por la comisión Rettig son una décima parte de los conocidos por la Valech. Esto tiene que ver con su muy distinto carácter: la primera conoció ejecuciones y desapariciones; la segunda, prisión política y tortura. Explica también el modo diferente en que llegaron a sus conclusiones.

Por lo pronto, la comisión Rettig no pudo contar con el testimonio de las víctimas. Además, de las ejecuciones hay poco rastro, carencia que se agrava al extremo en el caso de las desapariciones: lo dramático de éstas es, precisamente, el hecho de que no hay rastro.

De los casos de la comisión Valech hay más rastro. Las víctimas están vivas para dar testimonio. Además, en un gran número de casos, la prisión política tiene prueba documental: listados de las Fuerzas Armadas, certificados, bandos publicados en la prensa, expedientes judiciales, archivos. La represión en Chile tuvo una cara burocrática. Puede sonar escalofriante, pero es muy útil para reconstruir la historia.

La tortura es distinta. Casi nunca deja rastros visibles tantos años después y, claro, no hay prueba documental. Por lo mismo, como señala su informe, la comisión Valech no pretendió probar la tortura respecto de cada persona en particular, pero, por el número inmenso de testimonios coincidentes sobre métodos, recintos y períodos; por denuncias hechas en su época y por otros antecedentes; sí pudo convencerse de que tuvo carácter sistemático y, también, de que no hay razones para dudar de los presos políticos cuyas denuncias son coherentes con este carácter.