En los relatos clásicos de la «Edad de Oro» se dice que de la tierra manaban leche y miel. Según cuenta Ovidio en Las Metamorfosis se trataba de un mundo en el que las «criaturas vivas confiaban la una en la otra». Tanto los seres humanos como los animales eran pacíficos, desprovistos de agresividad. No había prohibiciones, ni violencia de ninguna clase, ni autoridad alguna. Por lo tanto, no existía el Estado. Tampoco era necesario cultivar la tierra: «La tierra era inocente»… entregaba sus riquezas como «los frutos cuelgan del árbol». Había sólo una estación: la primavera. Era «la estación de la leche y del vino» que corrían en «arroyos de ámbar», mientras de las verdes encinas goteaba la miel. «Dichosa edad y siglos dichosos —dice el Quijote en su célebre discurso sobre la Edad de Oro— aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío». Lo «mío» y lo «tuyo» no existían. La propiedad era común, pues no había escasez.