El Mercurio, 20 de enero de 2019
Otros documentos

¿Hacia dónde se dirige el paisaje político chileno?

Eugenio Tironi.

La pregunta que se abre, sin embargo, es si esa coalición, Chile Vamos, puede sobrevivir sin Piñera. Mi respuesta es no; que ella seguirá la misma suerte de la Concertación.

¿Hacia dónde se dirige el paisaje político chileno? (1)

En el otoño de 1999 la revista Estudios Públicos divulgó un artículo que habíamos escrito con Felipe Agüero, donde nos preguntábamos si acaso sobreviviría el paisaje político constituido en torno a las opciones del plebiscito de 1988 (2). Respondíamos que sí, que sobreviviría. Transcurridos 20 años desde entonces, diría que ya no; que ese paisaje lleva años moribundo y que ahora está a punto de expirar definitivamente.

Recordemos que hasta 1973 el paisaje prevaleciente fue el de los llamados «tres tercios», un sistema que giraba en torno a un centro, con la izquierda en un extremo y la derecha en el otro, con gran distancia ideológica entre los partidos, ninguna capacidad de crear coaliciones y una competencia centrífuga. Al retorno de la democracia, y a pesar de los ingentes esfuerzos que desplegó el régimen para evitarlo, se mantuvieron los mismos partidos y hasta los mismos dirigentes políticos, no así los «tres tercios». Lo que emergió -para sorpresa de muchos- fue un sistema bipolar carente de un centro fijo, cuyos pivotes eran dos coaliciones con baja distancia ideológica entre sí, con una competencia centrípeta que empujaba a la moderación en pos de alcanzar al electorado medio. El sistema binominal ayudó, qué duda cabe; pero lo que condujo a este nuevo panorama fue la experiencia de la dictadura y la organización del plebiscito de 1988, los que crearon una nueva fisura generativa, la fisura autoritarismo/democracia, la cual gobernó la competencia partidaria por un largo período histórico.

Pero el tiempo, como decíamos, no ha pasado en vano.

¿Cuándo «se jodió» la Concertación?

La erosión parte en el campo del No, en la Concertación. Esta, basada en la unidad entre democratacristianos y socialistas, fue el «niño símbolo» del nuevo paisaje político. Obnubilado por la modernización económica, el gobierno de Frei se despreocupó de alimentar la fisura generativa que le había dado origen, al tiempo que promovió la guerra civil entre «autocomplacientes» y «autoflagelantes», la cual se entiende mejor como la pugna entre egos de intelectuales -lo sé porque fui uno de los protagonistas- que como un combate propiamente político. Esto le abrió la oportunidad al siempre astuto Joaquín Lavín para proponer una nueva fisura, la fisura entre cosismo-optimista / estructuralismo-pesimista, con la que estuvo a centímetros de derrotar a Ricardo Lagos.

Lagos finalmente triunfó, y retomó con fuerza las causas de la democratización y de los derechos humanos, lo cual sirvió para revitalizar la fisura originaria. Las cosas fallaron, sin embargo, a la hora de la sucesión. Para preservar la Concertación lo óptimo habría sido mantener la alternancia interna y elegir un candidato proveniente de la DC (como Soledad Alvear), pero el electorado concertacionista se rebeló e impuso a Michelle Bachelet. Desde La Moneda ella tampoco se ocupó de cultivar el espíritu transversal de la Concertación -la verdad, siempre le tuvo desconfianza-. Bajo su alero emergió la figura de MEO, desentendiéndose de la amenaza que representaba. Al final, el 2009 con Frei, la Concertación fue derrotada por MEO antes que por Sebastián Piñera.

Si alguien lo pregunta, fue ahí fue cuando «se jodió la Concertación».

Lo curioso es que nadie lloró su muerte. Sus dirigentes comenzaron de inmediato a buscar aliados para crear una plataforma para el regreso de Michelle Bachelet. Golpearon las puertas del PC, partido que se había mantenido ajeno al campo del No, que había interpretado su triunfo como una victoria camuflada de Pinochet, que había calificado a la transición como mero transformismo y que se había situado en la oposición a los gobiernos de la Concertación.

Para los comunistas, en efecto, la verdadera fisura era (y es) capitalismo/socialismo (o, para usar palabras más à la mode, neoliberalismo/Estado social de derechos). Por lo mismo, para formar una alianza con ellos era necesario que la Concertación se autoinmolara negando (o al menos desplazando a un lugar secundario) la fisura desde la cual había nacido, el quiebre autoritarismo/democracia. Esto permite comprender por qué, en octubre pasado, las fuerzas que formaron la Nueva Mayoría no pudieron ponerse de acuerdo para conmemorar los 30 años del triunfo del No: mientras la antigua Concertación era un evento fundacional digno de celebración, el PC sostenía lo que había sostenido siempre: ¡que no había nada que celebrar! (3)

Desembarazándose del Sí

En el campo del Sí, entre tanto, se desarrollaba un silencioso y tortuoso proceso destinado a dar la espalda a Pinochet y a mostrarse incluso arrepentidos de haber respaldado el Sí, a hacer propia la transición y sus reformas, a superar el miedo a la democracia y hacer lo necesario para alcanzar la mayoría -vale decir, hacer todo lo que hoy tanto repugna a José Antonio Kast (JAK)-.

El primer intento en tal sentido, se dijo antes, fue el de Lavín en 1999. Pero el líder indicado para esta gran mutación tenía otro nombre: Sebastián Piñera. Él siempre lo supo, y ha sido intransigente en su propósito. Guardando las distancias, Sebastián Piñera ha sido al campo del Sí lo que Patricio Aylwin fue al campo del No: la figura que forjó su unidad dejando atrás un pasado traumático, creando con esto una coalición política altamente competitiva.

La pregunta que se abre, sin embargo, es si esa coalición, Chile Vamos, puede sobrevivir sin Piñera. Mi respuesta es no; que ella seguirá la misma suerte de la Concertación.

No hay duda de que el hecho de estar en el gobierno juega a favor de su unidad, como en su tiempo ocurrió a la Concertación. Pero mucho depende de que el gobierno tenga éxito. Para ello debe entregar lo que sus votantes le piden: crecimiento económico, orden y eficiencia en la gestión del Estado. En seguida tiene que hacerse cargo de fenómenos que estaban ahí, pero negábamos o evitábamos encarar, como la cuestión mapuche, la corrupción en las instituciones policiales y militares, o las llamadas «zonas de sacrificio». Aparte de esto, debe hacer las reformas estructurales que prometió en su programa -alguna de las cuales, como la de pensiones, implica desactivar una bomba de tiempo-. Y por si esto fuera poco, debe intentar no seguir cayendo en las encuestas para disponer de la autoridad que se requiere para organizar la sucesión. En los tiempos que corren, nada de esto es fácil.

Debo confesar que me inscribo entre los que tienen una positiva evaluación del gobierno actual. ¿Que sembró muchas expectativas en desatar el crecimiento como por arte de magia?: si, es cierto; pero admitamos que no hay otro modo de ganar las elecciones que creando expectativas. Lo que le criticaría es que ha sido lento en el diseño de sus reformas, y sobre todo ambivalente en la forma de plantearlas. Ha tardado mucho en asumir -parece que recién lo hace ahora- que no tiene mayoría en el Parlamento, por lo que debe «precocinar» las reformas antes de entrar al proceso legislativo, y seguir «cocinándolas» luego en Valparaíso. La democracia, hemos aprendido, también es cruel.

¿Cómo se evalúan los gobiernos?

No digo que el cumplimiento de los programas gubernamentales sea irrelevante. Pero ya no estamos en esos «viejos buenos tiempos» cuando los gobiernos se vanagloriaban de tener el control de la agenda, y cuando era digno de admiración que los gobiernos cumplieran su programa aunque el mundo se cayera a pedazos: fue lo que intentó Bachelet II, con los resultados conocidos; lo mismo Macron en Francia. Estamos en otros tiempos, con una población más volátil y que tiene menos fe en sus dirigentes, donde el liderazgo se prueba en la humildad, el diálogo y la adaptación antes que en la grandiosidad, la autoridad técnica y la porfía.

Por lo mismo, a los gobiernos hay que juzgarlos primordialmente por la manera como encaran las situaciones imprevistas, los accidentes, los desbordes. Desde esta perspectiva, la actual administración lo ha hecho bien: con rapidez, transparencia, y siguiendo una línea democrática, no-autoritaria.

Es más: diría que es una suerte para el país que algunas de esta erupciones brotaran bajo un gobierno como este, que tiene menos inhibiciones para enfrentar y descabezar a instituciones militares o policiales, o para dialogar con grupos acusados de terroristas, o para hacer propuestas que redefinen las formas de administración del territorio, o para actuar sobre empresas en caso de riesgo sobre la salud de la población. Por mucho menos a un gobierno de centroizquierda se le habría acusado de atentar contra la unidad de la nación, alentar el terrorismo o vulnerar el Estado de Derecho.

Pero mi juicio vale poco. Lo que vale es el juicio de la ciudadanía sobre el Gobierno, y lo que se observa es que no despierta entusiasmo ni adhesión. Sus propios partidarios le tienen poca fe y son los primeros en criticarlo. Me refiero al votante típico de derecha, eso que antes llamábamos «pequeña burguesía». Ella es políticamente infiel, y si bien se moviliza colectivamente muy poco, lo hace de maneras inesperadas y desproporcionadamente rudas. A veces basta una palabra mal dicha (recordemos los «patines» de Eyzaguirre), una medida aparentemente trivial (el alza o la rebaja de un impuesto menor), para que estalle la pradera. Miremos lo que le pasó a Macron con los «chalecos amarillos».

No digo que eso vaya a pasar en Chile. Solo quiero decir que no es evidente que este gobierno pueda asegurar su continuidad. Aún menos que Chile Vamos pueda mantenerse sin Sebastián Piñera. Lo más probable es que esta agrupación siga la suerte de la Concertación. Esto clausuraría definitivamente el paisaje político creado por el plebiscito de 1988, y de paso haría de la elección del nuevo Presidente de la República en 2021 una lotería.

El paisaje que viene

¿Significa que vamos a volver a los «tres tercios» de antaño? ¿O que el paisaje evolucionará hacia las «cuatro esquinas», como ha sostenido Andrés Allamand? Creo que no.

Mi impresión es que la era de los bloques, coaliciones o posiciones estables -sean dos, tres o cuatro- se ha agotado. El panorama que viene será líquido, mutante, accidental; con actores políticos que se desplazan libremente en el escenario, aglomeraciones puntuales provistas de fecha de caducidad, creadas a veces en torno a proyectos (para sostenerlos o rechazarlos), otras para eventos electorales puntuales, y otras para apoyar a líderes que pueden brotar tan rápido como luego caer.

Miremos por ejemplo el paisaje que se presenta desde el centro hacia la izquierda. No hay una oposición, ni la habrá. Lo que hay son fuerzas heterogéneas, fragmentadas, con grupos, patotas y caudillos que desconfían entre sí, con visiones muy disímiles del pasado y referentes internacionales en bancarrota.

El mismo Frente Amplio (FA), que hasta ayer poseía la fuerza y el glamour de lo nuevo, ya comienza a padecer las tensiones y dilemas que entraña el delicado tránsito de la adolescencia a la edad adulta, cuando el encanto ya no alcanza para esquivar las responsabilidades, cuando las explicaciones ya no bastan para aplacar el efecto de los actos; para decirlo más vulgarmente, cuando llega la hora de pagar las cuentas. Esta transición la pueden sortear -todo el mundo alguna vez lo ha hecho-, pero queda abierta otra cuestión aún más de fondo: con las movilizaciones del 2011 en un pasado ya remoto, sin tener de adversarios a la Concertación ni la Nueva Mayoría, con un electorado que con Piñera buscó hacer el cambio por la derecha y no por la izquierda, y en un mundo que está cambiando dramática y aceleradamente en direcciones inesperadas, ¿en torno a qué fisura, quiebre o posición se puede mantener unido el FA?; ¿no está condenado, él también, a la fragmentación?

Las fuerzas que están del centro a la izquierda se pueden unir, claro que sí; pero ya no será como antes, alrededor de coaliciones estables basadas en profundas fisuras generativas y en experiencias de sufrimiento y logro compartidas; se unirán, como decíamos antes, en torno a cuestiones o eventos específicos, por conveniencia, sin compromiso y, menos aún, con acta de matrimonio.

Desde el centro a la derecha veremos lo mismo.

JAK nada con la corriente a favor a raíz del auge de las corrientes ultraconservadoras en el mundo. Al igual como lo hicieron MEO y el FA respecto a la Concertación, acusa a Chile Vamos de vender sus principios, de abandonar sus banderas históricas, de gobernar para sus adversarios. Esto lo transforma en un polo de atracción para los parlamentarios y adherentes de la derecha, creando problemas de gobernanza interna a la UDI y RN. Chile Vamos se verá polarizado entre los dos Kast, que, como ha dicho Francisco Covarrubias, no caben en la misma jaula.

En el contexto descrito, hay que prestar atención a la DC. Luego de pasar por una crisis que parecía terminal, parece haber encontrado su rumbo reivindicando la negociación entre gobierno y oposición, vía por la cual, más temprano que tarde, terminará por acoger nuevamente a quienes abandonaron el redil. Lo sucedido recientemente en la Cámara de Diputados, donde apoyó con cambios el proyecto de ley de migraciones del Gobierno, podría ser la preview de una conducta que podría repetirse. Si persiste en este camino, y aunque parezca curioso, la DC podría ser la primera fuerza que se desplaza con comodidad en el paisaje político emergente.

 

Eugenio Tironi, Sociólogo.

(1) Presentación en el CEP, 9 enero de 2019.
(2) ¿Sobrevivirá el nuevo paisaje político chileno? Estudios Públicos, 74 (otoño 1999).
(3) Ver al respecto mi opúsculo ¿Qué se celebra el 5 de octubre?, El Mercurio, 29 de septiembre de 2018.