Nos conocimos en nuestra juventud; el tendría unos dieciséis años y yo unos diez años más. Habíamos formado una pequeña comunidad informal; queríamos unir el cristianismo con un conocimiento real de la cultura. Con Alfonso y sus amigos compartíamos la inmediata cercanía de la congregación Los Sagrados Corazones y su colegio en Viña del Mar. Los mayores nos hicimos cargo de los cursos superiores de un antiguo colegio británico, del que nació casi inmediatamente un colegio nuestro al que llamamos Patmos, porque simbolizaba el encuentro de la tradición judio-cristiana con la griega y era el nombre de uno de los grandes poemas de Holderlin. Alfonso participó inmediatamente en este impulso inicial. Compartíamos, sin decirlo, un sentido aristocrático, sencillo y jovial de la existencia. Y esa amistad nos ha mantenido unidos hasta hoy. Fernando Rosas ya dirigía coros… Jorge Rivera ya unía su pasión religiosa con la también apasionada lectura de Heidegger…
En la tardes, me juntaba con Alfonso y su amigo más cercano, Jaime Yver, a leer Dante y Hölderlin en alguna residencial alemana o austriaca. Terminé casándome con la hermana de Jaime. Alfonso ha dicho que ese fue el inicio de su vocación, a la que nunca hubiera llamado proyecto; fue simple y determinadamente el seguir un camino que encontró en la lectura de los clásicos, y que después de un paso por la lógica moderna, retomó hasta el final de sus días.
Los dolores y contradicciones de la vida lo tocaron ciertamente, pero más allá, su aire y presencia eran apolíneos. Convertir el caos en forma, darle forma a la vida; eso lo logró y pudo trasmitirlo. No creía en la arbitrariedad del pensamiento ni que el conflicto vital fuera el punto central del pensamiento.
Hace unos años, dió en el CEP una conferencia sobre los Juegos Olímpicos en la antigua Grecia. Al oír podíamos ver a los atletas, los jardines; caminábamos por la academia de Platón… Se conocía todos los caminos, bahías y montes de la Hélade.
Gozaba, con fruición, leyendo los textos griegos, con breves y precisas inflexiones. Leía con gran serenidad. Levantaba los ojos sonrientes que nos decían ¡qué maravilla! Afortunadamente algunas lecturas están disponibles en la página del CEP.
Y no era sólo un “scholar”, aunque tenía todo el aire de serlo y uno se lo imaginaba perfectamente en el paisaje de Oxford y Cambrige. Fue miembro de casi secretas sociedades aristotélicas que deben ser tan contenidas como exclusivas. Ahora se van a publicar sus “papers” y conferencias. Pero eso no disminuyó su temple moral, porque encarnaba en su figura el eros platónico y la ética aristotélica. Por eso tuvo opinión en todas las circunstancias en nuestro país y en la opiniones del mundo. Sin estridencias, no aceptó la dictadura chilena. Conoció de primera mano el estado actual de la genética y desde ahí mostró una clara opción por proteger la vida humana desde su comienzo. Para incomodidad de muchos católicos afirmó, con Aristóteles, que el alma era inseparable de la muerte del cuerpo y no había en consecuencia un alma inmortal; y luego, como quien vivía su fe cristiana, afirmó que nuestro cuerpo resucitaría después, con una forma más noble y pura. No rehuyó el conflicto, lo asumió.
Otro rasgo que lo definía era el cultivo de la amistad. Keats dijo que el primer deber político de un hombre era la felicidad de sus amigos. Alfonso cuidó a sus primeras amistades, ayudó generosamente a sus amigos infelices y supo crear nuevas amistades hasta sus últimos días.
Conoció muy muy joven a Ximena y vivieron siempre juntos; él tranquilo y sosegado, ella apasionada y asertiva. Respetaron a sus hijos, y cada uno pudo seguir su propio camino. Creía en la verdad, pero rechazó toda forma de autoritarismo, entre ellos, el paternalismo familiar y el eclesiático.
Unos meses antes de su partida, nos juntamos una mañana en un café de Las Condes para lo que sabíamos podría ser nuestra última conversación. Pero como en la películas, apareció un amigo a quien yo no veía desde hacía tiempo y que resultó estar emparentado con Alfonso. Con su prodigiosa buena educación siguió conversando con él hasta que el amigo se despidió; entonces, ya cansado, antes de levantarse, me dijo: en mi vida todo ha resultado como me lo imaginaba desde mi primera juventud.
Ahora lo veo entrar a un recinto donde hay otras personas. También su figura era apolínea. Impecable y sobriamente vestido con un blazer azul marino o una chaqueta de tweed y siempre una corbata de seda tejida de un color burdeos. Y su radiante sonrisa. La sonrisa es la huella de Dios en la tierra. Siempre benevolente, escuchaba con la mayor atención y era capaz de darle un impulso a la conversación agregando un matiz, una precisión, una pregunta, y le brillaban los ojos de alegría.
Ahora guardamos su vívida imagen y el recuerdo de su amistad, de su cuidado, de su última elegancia, de su sosegada pasión por la verdad, y por sobre todo, de su bondad natural y esencial. Confió su vida a la búsqueda del bien. Disfrutó del saber de las últimas esencias. Su vida fue una gigantomaquia peri tes ousias.
Ahora que el tiempo nos ha cambiado yo quisiera ser su buen alumno, seguiría sus pasos y como un Virgilio, me podría mostrar los recintos celestiales.
Ernesto Rodríguez Serra
3 de enero de 2012