Editado en 2006
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Santiago. Dónde estamos y hacia dónde vamos

Alexander Galetovic.

Santiago. Dónde estamos y hacia dónde vamos

Tiempo atrás fui a un foro sobre calidad de vida en Santiago. Los panelistas eran profesionales de formación muy diversa pero ninguno tenía algo amable que decir. Todo lo contrario, el tono de cada uno era muy parecido al del santiaguino de casi dos siglos atrás que cita don Guillermo Feliú –agrio, despreciativo e irónico–. Y aunque no estoy seguro de que hayan sido representantes del sentir general, no me cabe duda que muchos de nosotros hubiéramos dicho cosas parecidas. A esta “joya del titulado Reino de Chile” no se la quiere y los santiaguinos de distintas épocas lo han dejado en claro cada vez que han podido. ¿Por qué?

Parece innecesario decir que la calidad de vida depende de las percepciones, preferencias y aspiraciones de cada uno. Sería ceguera desconocer que, tal vez, Santiago resulta desagradable porque es incapaz de concretar nuestras expectativas. Pero al mismo tiempo las percepciones y las expectativas se anclan en creencias sobre hechos y pareciera que Santiago es una ciudad superlativa por malas razones. Por ejemplo, se dice que es una de las ciudades más contaminadas y congestionadas del mundo; que su expansión excesiva y en baja densidad, fuera de toda norma, ha sido a costa del resto de Chile y que todo ha ido empeorando con los años. Así, los santiaguinos pareciéramos estar justificados en nuestro descontento e ironía. Y sin embargo no deja de llamar la atención que Santiago concentre tantos récords mundiales urbanos. Después de todo, Chile es un país pequeño y la mayoría de las veces aparece en la medianía de los rankings. Quizás sea hora de averiguar qué tan cierto es lo que creemos.

El propósito de este libro es diagnosticar a Santiago para averiguar qué tan buena o mala ciudad es y sacar al pizarrón a las creencias que sustentan la visión que tenemos de ella. Un estudio de este tipo requiere un estándar de “bueno” y “malo”. El estándar no es muy distinto del que usó don Guillermo Feliú para responder por qué los viajeros extranjeros nada vieron de los basurales que circundaban Santiago a principios del siglo diecinueve: grosso modo, se trata de comparar a Santiago con lo que ocurre en otras ciudades del mundo y también de examinar cómo evolucionó durante los últimos 30 a 50 años. La premisa es que los patrones de crecimiento y desarrollo urbano generalmente observados en el resto del mundo, y que a esta altura han sido bien documentados, dan una medida apropiada de qué podemos pedirle a Santiago.
¿Tiene sentido un ejercicio de este tipo? En el capítulo 4 Gregory Ingram muestra que las grandes áreas metropolitanas de todo el mundo crecen y se desarrollan de manera similar, y por eso se puede hablar de patrones del desarrollo urbano. Tal vez no sea aparente a simple vista, pero buena parte de las diferencias entre ciudades se debe a que algunos países son más prósperos que otros. Así, Santiago es más densa y pequeña que París, Londres o Nueva York y su gente se traslada menos, porque el ingreso per cápita chileno es mucho más bajo. Este hecho es simple pero de enormes implicancias para las políticas urbanas. Por ejemplo, muchos de los defectos que se le critican a Santiago o a sus políticas urbanas son más bien consecuencia de que el ingreso per cápita chileno de poco más de US$ 5.000 está muy lejos de los US$ 30.000 o US$ 40.000 de países desarrollados. A Santiago se le suele comparar, precisamente, con las ciudades de esos países y no es muy sorprendente que muchas veces salga mal parada. En esos casos el problema no es de Santiago, sino que la vara de comparación es demasiado alta e irreal.

Por supuesto, el sentido común indica que la geografía, la historia, el sistema legal, las costumbres e incluso las personalidades también son determinantes y cada ciudad tiene particularidades que la hacen única e irrepetible. Estas particularidades son fuente de diferencias y condicionan decididamente lo que se debe y puede hacer. Por eso existen grandes diferencias entre ciudades de países con ingreso per cápita similar, y una suerte de “regularidad irregular”: en todo momento y en toda ciudad algunas cosas se estarán haciendo mejor de lo que sugiere el ingreso per cápita y otras cosas se estarán haciendo peor. Santiago no es la excepción. Por ejemplo, el Plan Regulador Intercomunal de 1960 de Juan Honold, Pastor Correa y Juan Parrochia fue un ejercicio de planificación presciente que ha guiado el crecimiento urbano desde entonces, y continuará haciéndolo por varias décadas más. Las autopistas urbanas que hoy están entrando en servicio materializan las vías planificadas en ese entonces y permitirán acomodar en buena forma a la masificación del automóvil que seguirá acompañando al crecimiento económico. Por contraste, las viviendas sociales construidas durante décadas para mitigar el déficit habitacional y darles condiciones mínimas de vida a familias pobres amenazan con producir un desastre urbano. El aumento de los ingresos que ocurrirá durante los próximos diez o veinte años dejará obsoleta a buena parte de ellas –que ocupan alrededor de un quinto de la superficie dedicada a residencias en todo Santiago, estima Iván Poduje en el capítulo 9– pero será muy difícil reconvertir esos suelos porque la propiedad está muy dispersa. Quienes puedan hacerlo abandonarán esas poblaciones y se trasladarán a viviendas mejores; sólo quedarán los que no tengan a dónde ir.

Y así, un diagnóstico como el que se intenta en este libro necesariamente estará marcado por la tensión entre lo general –las regularidades que, en todas partes, conforman el desarrollo urbano– y las innumerables particularidades geográficas, históricas, legales y culturales que hacen única a Santiago. No estoy seguro de si esta tensión ha sido bien resuelta en este libro, pero creo que cualquier diagnóstico debería a la vez responder qué es razonable pedirle a la principal ciudad de un país con ingreso per cápita de poco más de US$ 5.000 y explicar qué condicionantes imponen sus particularidades. Así podemos evaluar qué tan bien o mal estamos, conjeturar hacia dónde vamos y distinguir entre las consecuencias inevitables del crecimiento y aquellas que se pueden manejar con políticas adecuadas.

Durante este proyecto se acumularon muchas deudas de gratitud. La primera es con los autores de los 17 capítulos. Cada uno hizo un esfuerzo muy grande por fundamentar sus conclusiones con rigor y datos. Estoy muy agradecido por la prolijidad y la paciencia con que escribieron y revisaron una y otra vez sus manuscritos originales.

El proyecto partió durante un sabático que tomé en 2001 para visitar al Centro de Estudios Públicos mientras era profesor en el Centro de Economía Aplicada en el Departamento de Ingeniería Industrial de la Universidad de Chile. Terminó casi cinco años después, y para entonces me había trasladado a la Universidad de los Andes y al CEP. El CEP financió el libro y tuvo paciencia para esperarlo. Arturo Fontaine y Harald Beyer siempre apoyaron el proyecto y nos dieron a los autores y a mí completa libertad e independencia para desarrollarlo.

Desde mi punto de vista lo más grato de este proyecto fue descubrir lo fascinante que es conversar e investigar con urbanistas y quiero agradecerles particularmente a tres de ellos: Marcial Echenique, Pablo Jordán e Iván Poduje. Marcial fue un apoyo invaluable durante todo el proyecto. Sus amplísimos conocimientos sobre las ciudades del mundo, a la vez panorámicos y detallados, fueron indispensables para definir el ámbito del libro y evitar muchos errores y callejones sin salida. Pablo Jordán compartió sus conocimientos enciclopédicos sobre urbanismo y la historia urbana de Santiago e incluso de cada calle y barrio, y me convenció a poco andar de que ésta es una ciudad entrañable y generosa con quienes le prestan atención. Iván Poduje no sólo escribió dos capítulos sino que produjo los planos y aportó los datos clave que aparecen en la mayoría de los capítulos. Este libro habría sido muy distinto y ciertamente peor sin su participación. Le estoy muy agradecido por su compromiso y generosidad y por innumerables conversaciones, en las que aprendí mucho.

Muchas personas fueron de gran ayuda y desde ya pido disculpas a quienes haya omitido injustamente. Me gustaría, sin embargo, agradecerles particularmente a Jorge Streeter y Andrés Iacobelli. Aunque dudo que lo sepan, sus comentarios me mostraron que era necesario agregar capítulos indispensables y revisar datos y premisas fundamentales. Raphael Bergoeing participó en los inicios del proyecto pero lamentablemente no pudo terminar su capítulo. Sin embargo, encontró un par de hechos muy importantes y también es responsable de la “regularidad irregular” que describo líneas arriba, que influenció mucho la estructura del libro. Francisco Sabatini me llamó la atención sobre la sorprendente evolución de la segregación durante los últimos 20 años. Inicié este proyecto pensando que la segregación en Santiago era un hecho evidente y palmario que, si bien exige acción, ya no era necesario diagnosticar. Ahora tengo claro cuán equivocado estaba, pero me di cuenta demasiado tarde como para incluir un capítulo. Mi única excusa es que nadie es perfecto y espero corregir esta omisión si hay una nueva edición del libro. También les agradezco a Pablo Allard, Juan Braun, Gonzalo Edwards, Hernán Fontaine, Tony Gómez-Ibáñez y Juan de Dios Ortúzar por sendas conversaciones que fueron muy útiles.

Resultados parciales de este libro se presentaron en la conferencia El Chile que viene, realizada en Harvard en febrero de 2002, y en seminarios en la Asociación de Oficinas de Arquitectos, la Bienal de Arquitectura, la Cámara Chilena de la Construcción, el CEP, el Encuentro de la Sociedad de Economía de Chile, el Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Católica, el Instituto Libertad y Desarrollo y la Universidad de Chile. Estoy muy agradecido de todos los asistentes que hicieron comentarios. También quiero agradecer a innumerables personas que me mostraron su entusiasmo por el libro durante los años que tomó editarlo. Puede que no nos guste mucho nuestra ciudad y que a veces seamos un tanto injustos con ella, pero ahora me caben pocas dudas de que a nadie le es indiferente.

Este libro no habría sido posible sin el trabajo paciente de muchas personas, partiendo por David Parra, quien lo produjo y diagramó con entusiasmo y dedicación. José Rosero corrigió el castellano y la edición. Le agradezco su prolijidad y sugerencias siempre acertadas. Fernando Zúñiga participó en la edición de varios capítulos. Sus siempre agudas observaciones y conocimiento vasto del castellano fueron una gran ayuda. Ángela Ulloa hizo los índices onomástico y temático con profesionalismo y mucha inteligencia. También estoy muy agradecido de Carmen Luz Salvestrini, bibliotecaria del CEP, quien consiguió con prontitud innumerables manuscritos y libros difíciles de encontrar y me confirmó cuánto mejor se puede investigar si se cuenta con buena ayuda bibliográfica. Finalmente, en distintas etapas Ana María Folch, Maritza Ponce, Soledad Vergara y Álvaro Stein incorporaron innumerables correcciones a los manuscritos.

La deuda más grande, sin embargo, es con mi familia. Mi señora Bárbara fue a la vez apoyo incondicional y crítica certera. Y estoy muy feliz de, por fin, contarle a la Barbarín, Matías y Lucas que el libro está listo. Espero que contribuya a que crezcan en una ciudad un poco más querida y apreciada.

 

Alexander Galetovic
Santiago, diciembre de 2005