Parece que no. La historia es una esfinge que entrega respuestas ambiguas. Esto es así al menos desde el cultivo de la disciplina. No podremos jamás obtener una «lección de la historia», ya que no se nos transmite una conclusión que sea inequívoca. Entonces, ¿es que la experiencia de vivir la historia día a día hace encallar todo propósito de aprender de la realidad a través del conocimiento teórico?
No se trata de eso. La historia, como cualquier disciplina de las humanidades, debiera ser parte de la formación intelectual y cultural del hombre moderno. Algo distinto es el aprendizaje que la sociedad humana pueda efectuar. Cuando decimos que se «aprendió la lección» y las cosas mejoraron, es porque en sus afanes y desvelos de cada día, los seres humanos, de manera coordinada o cada uno agitando en su propio mundo, están sacando lecciones de su cotidianidad. Eso es aprender de la historia, ya que esta es la vida que vivimos.
La historia escrita es complemento de formación intelectual, de la cual extraemos sabiduría, pero no una guía infalible para actuar. No cabe duda de que la vida en Europa Occidental mejoró después de la Segunda Guerra Mundial; esto es más señalado para Alemania Federal. Se apunta a su período nazi; se olvida el esplendor austero de las décadas que siguieron a 1945, añadiendo que ello ocurre hasta el presente. Sí, existen peligros, ya que la vida histórica es vicisitud perpetua. Y no es que nada se pueda aprender de lo vivido.
Lo recordaba Octavio Paz en 1987, refiriéndose a la España donde junto a los reyes estaba Felipe González, la monarquía acompañada de un gobierno encabezado por un socialista. Esto se lo había adelantado Indalecio Prieto en 1946, un socialista exiliado, conversando con Paz desde su humilde cuarto en París como solución para el drama del desgarro español, que entonces al gran mexicano le había parecido una borrosa utopía. En esos años ningún otro desterrado la compartía. Helo ahí realizado -lo pensaba en los años 80- como prueba de que se podía aprender de la historia.
Lo mismo el caso de Chile. Como dijera Mario Góngora, la década de 1970 fue la más crítica de su historia republicana. Lo fue toda la década desde 1970, con el acontecimiento-eje del golpe de 1973 marcando un antes y un después, cuyo cuadragésimo aniversario ha destacado un interés por la historia no visto antes en el siglo XX. En cambio, y esto es lo que se soslaya, entre los años 80 y 90 existió una convergencia entre diversas posiciones, que se basó en la convicción de que había que corregir los errores del pasado. Mi idea es que el acontecimiento-eje, esta vez de carácter simbólico, fue el Acuerdo Nacional de 1985, base emocional y programática de lo mejor que ha tenido el Chile de nuestros días, y que no ha sido poco. En muchos sentidos ha sido lo mejor de la historia del país desde 1900. No en todos, porque jamás en la sociedad humana se podrá dar excelencia simultánea en la totalidad de sus dimensiones.
No cabe duda de que nos encontramos en una encrucijada, a 23 años de la nueva democracia. La respuesta, sin embargo, no tiene por qué ser la inducción de un giro dramático. Grandes momentos de la historia -no necesariamente los más espectaculares, pero sí los más duraderos- provienen de la agregación de reformas que respondan también a alguna dirección general, con metas ideales sometidas a la prueba de la experiencia de mediano y largo plazo. Traducir este propósito en una apelación al sentido común del país -ese que, por ejemplo, habla en la encuesta CEP- es un desafío para las elecciones, y sería una prueba de maduración, 40 años después del 11 de septiembre.