En los últimos 30 años Chile ha sido uno de los países más exitosos en mejorar las condiciones de vida de su población. También se ha reducido la desigualdad, aunque ésta sigue siendo muy alta. Su combate se ha transformado en un objetivo político con una preeminencia que, quizás, antes no había tenido. Con todo, sorprende un discurso que sugiere que en plazos breves se pueden lograr grandes cambios en esta dimensión. De hecho, la reforma tributaria se presenta como detonadora de una reducción en la desigualdad.
Sin embargo, los indicadores que habitualmente se utilizan para compararnos con los países de la OCDE no sufrirán mayores cambios en el corto plazo. Esto es así, porque el índice en el que nos comparamos es el coeficiente Gini después de impuestos y transferencias monetarias.
El grueso de esa reducción en la mayoría de los países de la OCDE se explica por transferencias monetarias y mucho menos por la estructura tributaria. Pero en Chile éstas no van a aumentar significativamente con la reforma tributaria, ya que el grueso de ella se va a destinar a bienes y servicios que los hogares reciben sólo indirectamente (y, por lo tanto, no son consideradas en el indicador Gini que compara a los países OCDE en desigualdad).
La mayor carga a las rentas, aun si recayera exclusivamente en el cinco por ciento de más ingresos, podría reducir el Gini en torno a 0,014. No debe menospreciarse, pero el efecto es claramente acotado. No parece razonable, entonces, crear expectativas respecto de un gran cambio en la desigualdad mediante la reforma, a menos que nos comparemos en otros indicadores más pertinentes.
Al mismo tiempo, es difícil pensar que la reforma tributaria no tenga un efecto sobre la inversión, el crecimiento, el empleo y los salarios, sobre todo después de controlar por otros factores. Mucha literatura especializada apunta en esa dirección. Si se toman algunas de las estimaciones recientes (las intermedias y no las más altas) el aumento de la carga tributaria anunciado podría reducir, por una sola vez, el nivel del PIB en 4,5 por ciento. Por cierto, parte de este efecto podría compensarse si los recursos se gastasen apropiadamente. Pero a juzgar por las estimaciones de esta literatura es difícil que el efecto contractivo se anule completamente.
El Gobierno puede minimizar el riesgo de afectar el crecimiento, el empleo y los salarios si se abre a revisar la propuesta de eliminar completamente el FUT. No parece tener sustento la confianza expresada por la autoridad respecto de que el efecto sobre la disponibilidad de caja de las empresas, como consecuencia de esta reforma, pueda resolverse sin mayores problemas acudiendo al mercado de capitales. La idea de que todo buen proyecto tendrá acceso a financiamiento no parece sostenible. A propósito del acceso a fondos propios, no deja de ser interesante que la gran mayoría de los países de la OCDE ha reducido agresivamente su impuesto a las empresas en los últimos lustros.
Si el Gobierno flexibilizase su posición respecto del FUT, la menor recaudación que se generaría podría compensarse con una combinación de mayor control y acotamiento de este mecanismo (indudablemente que hay malas prácticas en su uso), la igualación gradual del impuesto específico al petróleo diésel con el que rige para las gasolinas y una eventual flexibilización en la meta de alcanzar un déficit estructural igual a cero al final de su mandato.