Borges insinúa que la ruina de un templo implica la muerte de sus dioses, y que éstos mueren porque han dejado de recibir «el honor de los hombres».
Tras dos días de viaje, llegamos a pensar que nunca vamos a llegar a Kuelap. El último trecho del camino es el más endiablado. Sus curvas tortuosas rozan con gigantescos abismos. El bus apenas avanza. De vez en cuando un amigo peruano, con un humor entre negro y metafísico, sentencia que Kuelap no existe. «Kuelap», dice tajante, «es el nombre que le damos a una ilusión».
Pero nuestro duro esfuerzo es recompensado cuando Kuelap finalmente aparece. Es una majestuosa ciudadela que fue construida por los chachapoya en la cordillera amazónica del Perú. Está en la cumbre de una montaña de tres mil metros. Construirla allí les permitió a los chachapoya dominar los grandes valles a su alrededor. Hasta el fugitivo que huyera en canoa por el torrentoso Utcubamba, dos mil metros más abajo, tendría que haberse sentido vigilado por los centinelas apostados en el torreón de la ciudadela. Por algo se cree que Kuelap era una fortaleza, ideada por los chachapoya para defenderse de los incas.
La hipótesis parece ser confirmada por la insólita entrada. Hay una portada monumentalmente alta, pero muy angosta. Al penetrarla, uno sube hacia la ciudadela por un empinado callejón. Concentrado en los disparejos peldaños, uno apenas se da cuenta de que sus gigantescas paredes poco a poco se van juntando e inclinando, como si quisieran formar un arco y, de paso, dejarlo a uno prensado. Por algo los antropólogos han dicho que el callejón tal vez simbolice la cavidad uterina. Hacia el final, cabe apenas una persona: el más orgulloso ejército está obligado a subir en fila india. Es fácil imaginarse a los chachapoya cortándole la cabeza a cada inca que osara hacerlo.
Las construcciones de la ciudadela son circulares. ¿Para qué servían? Hay muchas hipótesis. Que eran reservorios de agua, que eran viviendas, que eran observatorios solares o cementerios. Lo único seguro es que Kuelap hace volar la imaginación. Será por la grandiosa vista, será porque en la cima del torreón cilíndrico, uno puede ser envuelto en una nube. Será el arco iris que se instala, con insólita nitidez, delante de nosotros, enmarcando el valle, como si quisiera con su arco darle un respaldo metafísico a las construcciones curvas. Lo cierto es que la ciudadela hace soñar y reflexionar. ¿Qué pasó, me pregunto, con la heroica voluntad con que los chachapoya la construyeron, piedra sobre piedra, en esta cumbre tan solitaria e inaccesible? Uno no puede no asombrarse de la fuerza, el optimismo, la ambición de esos hombres de entonces. ¿Por qué sus descendientes parecen hoy tan melancólicos, tan apocados?
Observando las construcciones circulares desde el torreón circular, me acuerdo de un mago descrito por Borges. Éste se instala en las ruinas circulares de un templo con el propósito de soñar a un hombre, hasta lograr que realmente exista. Me acuerdo de él no sólo porque construir Kuelap fue un proyecto tan extravagante como el de construir a un hombre a partir de un sueño. Lo recuerdo porque Borges insinúa que la ruina de un templo implica la muerte de sus dioses, y que éstos mueren porque han dejado de recibir «el honor de los hombres». Por algo el mago se instala en las ruinas con el propósito de él, como dios de reemplazo, crear a un hombre. ¿Será que los descendientes de los chachapoya andan cabizbajos, pienso, porque sus dioses también murieron? ¿Será que murieron porque ellos también dejaron de recibir el honor de los hombres? ¿Será que con su muerte murió la inconmensurable ambición y la invencible voluntad con que los chachapoya construyeron la ciudadela?