He estado leyendo «La hora azul», la última novela de Alonso Cueto. En ella, un joven abogado peruano descubre la sórdida crueldad de la guerra que hubo entre las fuerzas armadas y el Sendero Luminoso. No conozco novela más atenta a la complejidad del turbio pasado en que se asienta la paz actual de más de un país latino-americano.
Adrián Ormache trabaja para el estudio más prestigioso de Lima. Los empresarios más visionarios del país corroboran la legalidad de sus sueños allí. Tiene una familia alegre y sana. Claudia, su bonita y empeñosa mujer, se acuesta siempre a las once para poder llegar fresca a la clase de gimnasia. Pero su rutina idílica es interrumpida al descubrir que su padre tuvo un pasado vergonzoso. Al morir, le había balbuceado una frase sobre una mujer en Huanta. «Tienes que buscarla», le había dicho. La búsqueda que de allí emprende Adrián es propia de una novela de suspenso. Él se va enterando de que su papá, un marino, había dirigido en Huanta un centro de detención, en que torturaban a los prisioneros, antes de hacerlos desaparecer. A las mujeres, el papá las violaba, y después las entregaba a la tropa.
Pero un día le llevan una mujer que él no entrega. Se llama Miriam. Ormache se enamora. «Se reblandeció tu papá, se puso contento esos días, nos pedía que le trajeran paltas para su desayuno, con ella. Estaba loquito por ella tu papá». Hasta que ella se escapa.
La odisea del hijo para dar con la querida de su padre lo lleva a te-rritorios ignotos para un exitoso abogado limeño. Va a Ayacucho, la provincia destruida por una guerra que Cueto evoca con objetividad, sin nunca minimizar la barbarie de Sendero Luminoso, que mataba a sus prisioneros rompiéndoles la cabeza con piedras, o quemándolos vivos, pero lento. «Le echaron gasolina y lo amarraron en lo alto del cerro para que se incinerara lentamente con el sol». A otro, después de degollarlo, lo cuelgan en la plaza, prohibiendo su entierro. Adrián también conoce una Lima de otro planeta, un inmenso «territorio lunar» con poblaciones con nombres como Huanta Dos. Es allí que da con Miriam, y con Miguel, el hijo de ésta. ¿Será su hermano?
Parte del suspenso que logra Cueto se da a través del lento y angustioso desplome de la psiquis de Adrián. Empieza a emborracharse más de lo común. Deja plantados a sus clientes y a sus suegros. Claudia se queja de los «pajaritos» que tiene en la cabeza. No sabe ella que Adrián ya ha estado en la cama con Miriam.
«Yo sentía que otro hombre había llegado a ocupar mi cuerpo», reflexiona Adrián. En su derrumbe existencial, uno piensa en antihéroes alienados de antaño, pero en este caso la causa es la angustiosa sensación de que, debajo de los cimientos de su vida civilizada en Lima, de lo que él llama «la barbarie de mi elegancia», hay un pasado podrido que la gente no conoce o no quiere conocer, y que a sólo unos kilómetros, en la misma ciudad, hay una frontera invisible a otro mundo, también ignorado, uno más parecido al de Ayacucho, donde no sólo no existe el lujo: la misma vida es un milagro. «Nadie aquí cree que estar vivo es normal», le explican a Adrián, en Ayacucho. «Aquí han observado siempre la vida con asombro».
Si disfrutamos de la paz, ¿somos cómplices de quienes libraron la guerra sucia que la antecedió? Cueto nos insinúa que sí, pero también que somos redimibles. Adrián se reconcilia con Claudia y su familia. Ellos terminan aceptando a Miguel, el medio hermano de oscuros orígenes. Nos redimimos, parece decir el narrador, no sin optimismo, si en vez de eludirla, somos capaces de asumir la dura realidad que nos antecede y rodea.