Interesante el caso de Gran Bretaña, donde Theresa May, la nueva Primera Ministra conservadora -por tanto supuestamente de derecha- provoca magnas sorpresas.
Con razón la gente es reacia a definirse como de izquierda o derecha. Porque el significado de esos términos se ha vuelto muy confuso para el votante común. En Estados Unidos, las ideas de Trump -supuestamente de derecha- se parecen a las de Bernie Sanders, el izquierdista derrotado en las primarias por Clinton. Ambos son ávidos proteccionistas. Muchos republicanos van a votar por Clinton porque la creen a la derecha de Trump, y muchos demócratas por Trump porque lo creen a la izquierda de Clinton.
Con envidiable flexibilidad, May se ha situado a la izquierda del partido laborista y a la derecha del partido nacionalista UKIP.
Interesante el caso de Gran Bretaña, donde Theresa May, la nueva Primera Ministra conservadora -por tanto supuestamente de derecha- provoca magnas sorpresas. El miércoles de la semana pasada pronunció un rarísimo discurso en el congreso anual de su partido. Dijo que no iba a gobernar para la «minoría privilegiada». Que no estaba allí para ayudar a los ricos, los exitosos, los poderosos de siempre. Que su gobierno iba a ser el de la clase trabajadora. Estas frases las repetía una y otra vez, como si quisiera con su insistencia resucitar la lucha de clases que tanto daño le hizo alguna vez al Reino Unido. Prometió además que a los «trabajadores comunes y corrientes» los iba a proteger de los ávidos inmigrantes.
Un día antes, la ministra del Interior, Amber Judd, una mujer liberal pro-Unión Europea hasta hace tres meses, cuando la tentaron con el poder, anunció que les iba a exigir a las empresas publicar una lista de sus empleados «extranjeros». Ahora en el gobierno están alegando que no quiso decir lo que dijo, pero en su propio discurso May, lejos de refutarla, repitió la idea central de Judd, de que las empresas tengan que capacitar a «jóvenes británicos» antes de contratar «mano de obra barata del exterior». May también prometió una política industrial que «identificara industrias de valor estratégico», para apoyarlas con incentivos. Y en un arrebato de nativismo, atacó a aquellas élites «que se creen ciudadanos del mundo y que no son ciudadanos de ninguna parte». Para rematar, anunció que va a obligar a las empresas a tener «trabajadores y consumidores» en sus directorios.
Con envidiable flexibilidad, May se ha situado a la izquierda del partido laborista y a la derecha del partido nacionalista UKIP. Sus propuestas son pródigas en contradicciones. Quiere libre comercio pero a la vez protección para los trabajadores británicos. Dice (con poco entusiasmo) que quiere libre mercado, pero con política industrial. Dice que quiere que el Reino Unido se libere de la burocracia de la Unión Europea, pero amenaza con imponer incontables regulaciones propias. Dice que quiere que prospere el mercado financiero de Londres, pero quiere a la vez castigarlo. Con razón muchas instituciones financieras ya se preparan para irse.
¿De adónde vienen estas curiosas ideas de May?
Vienen de la calle, de las redes sociales, de la prensa. Son un reflejo de las confusas y contradictorias consignas que proliferan allí. Consignas cuyo único mérito es que suenan bien. Mientras no las sometamos a un análisis riguroso, suenan a «sentido común». ¿May de verdad cree en ellas, o solo busca ser popular? Difícil saber todavía. Es muy ambiciosa. Ya en el colegio quería ser Primera Ministra. Pero es posible que esta hija única de pastor anglicano, licenciada en geografía y fanática de la música de ABBA, a quien algunos le dicen Santa Theresa de Calcutta por la bondad con que se presenta, crea de verdad que con sus ideas bien pensantes va a hacer el bien. Peor si es así. Porque no hay nada más peligroso que un jefe de gobierno bien intencionado pero limitado, que gobierna en función nada más que de lugares comunes.
Es, claro, un peligro que acecha no solo al Reino Unido.