Me dolió viajar justo antes de que sacaran a los mineros. Sentía que era como perderse el terremoto. Que era de esos momentos en que había que estar en el país. Pero finalmente me agradó ver el rescate desde Nueva York. CNN lo mostraba sin cesar y, para un sabor más directo, menos intermediado, estaba la magnífica transmisión en vivo de EMOL, que veíamos en paralelo en mi computador. Lo bueno de estar esos días en Nueva York y de viajar, después, a Gran Bretaña y a Italia, es que he podido apreciar lo hondo que ha calado este episodio fuera de Chile.
El mundo necesitaba una buena noticia como esa. El suspenso fue un ingrediente crucial. Esa sensación de peligro, de que podía terminar mal. Se vivía minuto a minuto el drama de la fragilidad del hombre frente a la naturaleza. De allí que el lento camino hacia un desenlace feliz fue vivido como una catarsis por un vasto público en todo el mundo. Yo por lo menos no me he topado con nadie, en los tres países, que no lo viera.
El rescate de los mineros es inspirador, por muchas razones. Se ven allí combinados los mejores atributos del ser humano. Esperanza, racionalidad, perseverancia, fe, paciencia, amor, solidaridad, inteligencia, corazón. No se escatima ningún esfuerzo. No se pierde la calma. Y el propósito es siempre humano, profundamente humano, el de salvar 33 vidas, que cuentan todas por igual.
Se ha dicho que el rescate fue una vindicación del Estado. Es cierto, pero no de cualquier Estado, sino uno que está al servicio de los individuos, de las familias, de los relatos individuales, de la vida privada. Con cada minero que sale, ¡qué efusión de vida privada! ¡Qué vindicación de lo que son las emociones personales, de lo que es la ternura, de lo importante que es esa cara, y no otra, esa voz, esa risa, y no otra! Lo que ha emocionado al mundo entero es un Estado que, en vez de aplastar la vida privada, la fomenta, la defiende, la protege y la rescata.
El gigantesco efecto positivo del rescate para la imagen de Chile tiene mucho que ver con esas emociones personales, privadas, que se desplegaron en la televisión. Eran emociones en que todo el mundo se reconoció. Tendemos a creer que en el exterior la gente es distinta. Cuando vemos que, al contrario, el extranjero no sólo tiene las mismas emociones que uno, sino que hasta las expresa con los mismos gestos, nos sobreviene un arrebato de empatía. Es lo que le ocurrió al mundo entero con los mineros y sus familias. Cuando Elvira se tapaba la cara con las dos manos para esconder la risa que le inspiraba su marido, Mario Sepúlveda, cualquier hombre en Noruega o Vietnam reconocía el gesto de su tía o de su hermana. Por eso, estas últimas semanas, Chile, de ser un país desconocido y ajeno, se ha convertido en un país más universal. Los hombres y las mujeres de Chile han pasado a representar a todos los hombres y a todas las mujeres, y no como estereotipos, sino como individuos. En todo el mundo la gente se siente interpretada por los detalles más íntimos de la vida privada de cada uno de los mineros y sus familias. Y que el Estado chileno haya valorado tanto a esas vidas como para ir a rescatarlas con tanta eficiencia y tanto tesón es, para el público internacional, como un sueño de lo que ellos quisieran de sus estados.
El mundo nos percibe después del rescate incluso como un país tecnológico. Algunos amigos míos creen que hasta las máquinas perforadoras eran hechas en Chile. En eso ha contribuido la forma de la cápsula, parecida a una nave espacial. También las rocas que el Presidente reparte por Europa, que evocan las que trajeron de la Luna. Gracias a ellas, los diarios ingleses le dicen rock star -estrella del rock – a Piñera. Se lo merece.