La nacionalidad, como la clase social, es una máscara que condiciona la forma en que nos ven. ¿Por qué ser peruano o turco ha de ser un rasgo más definitorio que ser gordo o flaco?
Vargas Llosa describe su última novela como una de amor, y lo es, pero «Travesuras de la niña mala» es, también, una novela de suspenso, porque la «niña mala» es una mujer de conductas imprevisibles. Ricardo Somocurcio, el traductor que interpreta su historia, está enamorado de ella justo por eso: por «lo indómito e imprevisible de su personalidad».
Indómita e insondable es la «niña mala», en parte porque el porfiado amor de Somocurcio no es correspondido por ella: él no llega a entenderla, porque ella tiene la mente en otra parte. Es como la Madame Bovary de Flaubert, su precursora francesa, que se comunica con su marido Charles desde un infranqueable «détachement intérieur»: una distancia o indiferencia que abre entre los dos un abismo.
La niña mala (cuyo nombre verdadero, si es que tiene uno, no puedo delatar) es insondable también porque disfraza sus orígenes humildes con descaradas mentiras. Como Madame Bovary, es de un arribismo enfermizo, y en su carrera de aventurera buscafortunas asume incontables papeles, con la maestría de una actriz consumada. El suspenso proviene también entonces de la labor de biógrafo que desempeña Somocurcio, de biógrafo-detective con escasísimas fuentes a su disposición que, cuando está por aprender algo nuevo de ella, es remecido por la «ansiedad, la extraña comezón que precede a lo inesperado, la premonición de un cataclismo o de un milagro», comezón con que siempre nos contagia, porque nunca terminamos de saber cómo o quién es la niña mala.
En realidad, la novela nos hace reflexionar sobre la identidad en general. Por ejemplo, Somocurcio es un peruano que vive en París, pero aun cuando le dan un pasaporte francés, sabe que en París será siempre un extranjero. Pero no lo es menos en el Perú. ¿Qué significa ser peruano o francés o turco, como Salomón Toledano, un sefardí de Esmirna que habla ladino, vive en París y se siente «más español que turco, aunque con cinco siglos de atraso»?
Somocurcio conoció a la niña mala de adolescente, en Miraflores. Ella se hacía pasar por «chilenita», porque, como peruana, no se habrían fijado sino en sus orígenes humildes. Se tuvo que «desperuanizar» para que la vieran siquiera, para que se dieran cuenta de que era bonita y simpática. Es que la nacionalidad, como la clase social, es una máscara que condiciona la forma en que nos ven. ¿Por qué, además, ser peruano o turco ha de ser un rasgo más definitorio que ser bueno o malo, gordo o flaco? No que estos otros rasgos lo sean tampoco. La niña mala no es enteramente mala. Tal vez, ni siquiera podría serlo con tanta eficacia si no tuviera un lado bueno, ese lado que es reconocido por Yilal, el niño mudo que habla sólo cuando está con ella, porque sólo ella le toca el corazón. Somocurcio, el «niño bueno», tampoco es tan bueno.
La novela nos hace reflexio-nar en los avatares del amor, a veces a través de sus personajes secundarios, como Salomón Toledano. Él abandona su colección de solda-ditos de plomo cuando se enamora, recordándonos que amar y coleccionar son pasiones incompatibles, por ser la segunda propia de un solipsista. Pero Toledano convierte a su amada en un objeto de colección. Cuando ella se percata y lo deja, él comete la acción más solipsista de todas: se suicida.
La novela es de las mejores de Vargas Llosa. Es contada con un constante dejo de humor. El amor, después de todo, nos expone no sólo al suspenso, por el misterio que envuelve a todo corazón humano, sino también a la risa, por los tropiezos que se dan los enamorados, y por el potencial cómico que brinda toda intimidad corporal.