El Mercurio, 10 de agosto de 2012
Opinión

La cura del habla

David Gallagher.

En «Un método peligroso», la gran película de David Cronenberg actualmente en cartelera, hay una escena en que un joven Jung humilla a su maestro Freud en una reunión de psicoanalistas en Munich. Freud ha sentenciado que «la extraña idea de que hay un solo dios» surgió de un impulso parricida del faraón Ajenatón: por algo borró el nombre de su padre de los monumentos públicos cuando proclamó a Atón como dios único. No es así, le rebate Jung: todos los faraones eliminaban a sus padres de los cartuchos. «¿Como tú, en tu último artículo en el Anuario, en que omitiste mi nombre?», le pregunta Freud, temblando de ira. Y mientras los otros colegas se retiran despavoridos, Freud se desmaya: Jung lo tiene que recoger del suelo. El discípulo ha rebatido al maestro antes, pero en privado. Hay claras diferencias de opinión entre los dos. Jung no entiende por qué Freud atribuye sólo causas sexuales a las neurosis. Freud no entiende el interés de Jung por la parapsicología o el misticismo. Pero otra cosa es ser humillado en público por el joven. Para qué hablar de uno con destrezas parapsicológicas. La causa del desmayo psicosomático de Freud parece ser doble, entonces: el producto por un lado de los oscuros deseos parricidas de Jung, y por otro, de la anuencia de la víctima en su propia aniquilación.

Esta escena es una de muchas en que Cronenberg combina impacto visual con alta densidad intelectual, y, también, sutileza y humor. Son escenas que dramatizan dos grandes temas que se entrecruzan en la película. El de rivalidad entre un profesional joven y uno mayor; y el de la transgresión sexual que se da cuando la pareja es muy asimétrica, y hay abuso de poder. Como cuando un profesor tiene sexo con su alumna, o un cura con su discípulo. O cuando, como Jung, un analista tiene sexo con su paciente.

Claro que la genial paciente, la futura psicoanalista Sabina Spielrein, provoca bastante a su terapeuta. Ya casi sanada por él de la histeria con que llegó al hospital, cerca de Zurich, donde Jung trabaja, la brillante joven lo convence de que el verdadero amor es el que surge del pecado, como el de Sigmund y Sieglinde, los gemelos de Wagner que engendran al héroe Siegfried. O el que detona la «fricción de opuestos», como lo son él y ella: él doctor y ella paciente, él suizo y ella rusa, él ario y ella judía. Jung cede, y después de unos tórridos coitos, él y Spielrein juntan a los internados para oír «La Valkiria» de Wagner. Sentados a cada lado de una victrola, toman notas de las expresiones de los pacientes mientras oyen la música del extático dúo de amor de Sigmund y Sieglinde. No queda claro quiénes son más locos, los impávidos pacientes o los excitados analistas. En todo caso, ésta es otra gran escena en que se lucen la inteligencia y el humor de Cronenberg.

O de Christopher Hampton, el autor de «La cura del habla», la obra de teatro en que la película está basada. Lo que sí es de Cronenberg es la elocuencia visual de la película. Uno de sus protagonistas es el paisaje suizo, el del lago Zurich, que impacta por su belleza, pero también por la contención que imponen sus ubicuos cerros, contención que refleja la del mismo Jung, acosado por la culpa, y el susto de dejar su vida burguesa y la mujer rica que la financia. Vista así, la compacta belleza del paisaje es aterradora, y uno siente alivio cuando accedemos a los espacios anchos y generosos de la Viena de Freud.

Los actores son insuperables, sobre todo Keira Knightley. Ella, como Sabina, habla con un leve acento ruso, que se acentúa un poco, solo un poco, cuando está excitada. Una verdadera hazaña de actuación, como lo es también su transición gradual de mujer histérica y masoquista, a la belleza triunfante ante la que Jung termina arrodillado.