El Mercurio, 5 de mayo de 2012
Opinión

La espada y el coro

Lucas Sierra I..

Se ve de todas partes. Y esa verticalidad erguida -llena de resonancias freudianas- evoca dos imágenes clásicas. Una es Damocles y la espada que, sujeta de un solo pelo de crin de caballo, cuelga amenazante sobre su cabeza. La torre se va a inaugurar luego, dicen, y todos tememos que cuando eso pase, el pelo se va cortar. La otra imagen es el coro en las tragedias, que advierte sobre el curso que toman los acontecimientos hacia un destino que, sin importar cuánto se advierta, resulta inexorable.

¿Caerá la espada y se consumará la tragedia? Es bien probable, al menos por un buen tiempo, hasta que todas las medidas de mitigación anunciadas estén funcionando. Porque no se trata sólo de la torre freudiana, sino que, además, de otras que se construyen al frente, al borde del río, y de todas ellas en un área que ya estaba bastante saturada. Todo se sabía, todo era previsible. El coro de la tragedia siempre habló y, no obstante, aquí estamos, mirando un punto a 300 metros del suelo y esperando que el pelo se corte.

¿Responsables? El sistema jurídico para la ciudad, básicamente. Un sistema que regula desde arriba, y harto, pero no planifica. Al no planificar, no se anticipan las innumerables consecuencias recíprocas que necesariamente tienen las decisiones sobre la ciudad, sus «externalidades», como dicen los economistas.

Hoy vivimos sobre una estructura de ciudad que se planificó hace medio siglo. Fue el Plan Regulador Intercomunal de 1960, de Correa, Honold y Parrochia, que diseñó las vías en relación con las cuales ha crecido la ciudad. No sólo las conocidas desde hace tiempo, como Vespucio y la Kennedy, sino que algunas muy recientes. Fíjese en esto:

«Se consulta para un futuro más lejano y cuando el incremento del tránsito así lo justifique, la habilitación de una autopista de doble calzada sobre el lecho actual del río Mapocho, previa las obras necesarias para la regularización del actual cauce.» La Costanera Norte no es tan joven como parece: fue concebida en 1960.

Desde entonces, no ha habido un esfuerzo así de anticipatorio para Santiago y lo que está pasando alrededor de la torre, y lo que parece va a pasar, lo prueba de un modo trágico. Y no es que falte regulación: así como no hay planificación, la regulación sobra, desordenadamente. Hay varias autoridades -municipalidades, intendencias y ministerios-, con ámbitos de competencia que se superponen unos a otros, sin reglas que resuelvan esta superposición y que permitan saber quién, finalmente, es responsable de qué. Un guirigay.

Y es un guirigay con sentido vertical, en el que la regulación se impone desde arriba por actos de autoridad, con poco o ningún espacio para la lógica más horizontal de los contratos, mediante la cual los titulares de derechos pueden transarlos entre sí y, de esta manera, las «externalidades» pueden ser procesadas. Un propietario es dueño de su inmueble, pero no tiene derecho alguno sobre las condiciones del barrio en que se encuentra, no tiene nada que transar.

De esta manera, cualquier decisión sobre ese barrio (un cambio de densidad, por ejemplo) lo va a afectar con una lógica de todo/nada: o se enriquece porque le vende a una inmobiliaria o se empobrece porque le construyen una mole al lado. No hay posibilidades intermedias, no hay espacio para un juego de compensaciones recíprocas.

Para remediar esto, a fines de 2007 se mandó al Congreso un interesante proyecto de ley, que hacía un espacio a ese juego mediante mecanismos para transar derechos de construcción. Lamentablemente, está paralizado desde fines de 2009.

Son tres, entonces, los ingredientes de la tragedia: falta de planificación, que permite cambios en la ciudad sin que existan los mecanismos para absorber las «externalidades», exceso de una confusa regulación vertical, y falta de mecanismos horizontales de compensación.

Una tragedia anunciada por el coro y que amenaza como una espada colgando sobre nuestras cabezas. De un pelo. A 300 metros de altura.