Vivimos incrustados en el tiempo. Pero también nos imaginamos, a veces, la eternidad. O si no la eternidad, la prolongación
Vivimos incrustados en el tiempo. Pero también nos imaginamos, a veces, la eternidad. O si no la eternidad, la prolongación indefinida: de un placer, de una espera, de una pesadilla, o de la vida propia, que al pasar los setenta, creemos corta a pesar de a veces creerla infinita.
Vida prolongada o eterna: afán de investigadores, y esperanza de creyentes, para quienes la prolongación indefinida de la vida comienza, paradójicamente, con su expiración. Afán también de artistas, músicos y poetas. Para Mark Rothko la eternidad era manchas de rojo, negro o amarillo apostadas sin comentario en un lienzo. Para Octavio Paz, extáticos instantes de placer erótico que nos dejan escapar de la prisión del tiempo. Para Proust, un fugaz sabor, olor o sonido, de esos que nos remecen la memoria y nos llevan a un pasado lejano. El inesperado vaho de un jazmín, el olvidado gusto de un bizcocho, una frase musical familiar pero imprevista, como la famosa «pequeña frase» de la sonata de Vinteuil que se repite en Proust: son golpes a nuestros sentidos que nos detonan recuerdos involuntarios de momentos pasados, y que al hacerlo, borran el tiempo que transcurrió entre medio, uniendo al que soy con el que fui, permitiéndome participar por un instante, por lo menos en mi esencia, en un precario, pero conmovedor atisbo de eternidad.
Lo pensaba el miércoles en el Estadio Nacional, mientras oía a los magníficos Rolling Stones. Ellos mismos desafían el tiempo, claro. Porque ¿quién se había imaginado que Mick y Keith iban a seguir haciendo piruetas en un estadio a los 72 años, cantando canciones que en algunos casos compusieron hace 50 años o más? Y para un coetáneo de ellos como yo, los Stones el miércoles tendían puentes invisibles: en mi caso, uno entre el que soy ahora y el que era las dos otras veces que los oí en vivo: en agosto de 1990, en el estadio de Wembley, y en junio de 1964, en una fiesta en Magdalen College, Oxford. Esa vez, hace nada menos que 52 años, los Stones volvieron de su primer recorrido de Estados Unidos para cumplir con un compromiso incurrido un año antes, cuando todavía eran desconocidos. Mientras tanto, su primer álbum ya había llegado a ser número uno en Inglaterra. ¡Qué bien habla de ellos que respetaran un contrato en que se les pagaba solo 100 libras!
La música, al unirnos a quienes fuimos, nos da un sabor de eternidad, pienso en el estadio. También uno de comunión, entre todos los presentes que conocen una canción y todos los que la han oído a través de los años. Una como «Satisfaction», con que los Stones cerraron el inolvidable espectáculo, y que está por cumplir 51 años; canción que de paso expresa la insatisfacción que, según algunos, habría actualmente en Chile con el consumo material. O como «Let’s spend the night together», canción de 1967 que, en esa época, algunas amigas bailaban con entusiasmo y otras evitaban con terror.
Al oír a los Stones el miércoles y recordar haberlos visto en 1964 y 1990, me di cuenta que, al parecer, suelo verlos en vivo cada 26 años. En ese caso esta debería ser la última vez, porque en 26 años más, yo y ellos estaríamos bordeando los 100. No creo que el tiempo ya corra tanto a nuestro favor, como lo hacía cuando los Stones grabaron «Time is on my side» en junio de 1964, ese mismo mes en que, en los adustos patios góticos y neo-clásicos de Magdalen College, bailábamos mis amigos y yo al ritmo del grupo allí presente: junio lejano en que éramos como nietos de nosotros mismos. Esa noche todavía estaba Brian Jones, el que fundó el grupo y le dio su nombre. El concierto inolvidable de este miércoles se debió a que, a diferencia de él, los otros se liberaron de sus hábitos más peligrosos.