El Mercurio, 29/1/2010
Opinión

La excesiva seriedad de la derecha

David Gallagher.

El revuelo causado por Jorge Edwards y Mario Vargas Llosa, cuando apoyaron a Piñera en las elecciones, me dejó pensando. Cierto que los que más se escandalizaron eran “intelectuales”, una categoría dudosa, y pretenciosa. Mi amigo Malcolm Deas, un gran historiador de Oxford, decía que en Inglaterra había filósofos, físicos, compositores, novelistas, poetas y pintores, pero no, felizmente, “intelectuales”, que para él eran una invención “continental”. Con todo, en el rechazo de tanto “intelectual” a la “derecha”, hay algo que es compartido por mucha gente más, por lo que merece análisis. ¿Por qué se da? En Chile está el tema de Pinochet, y en todo el mundo el de ricos y pobres: la izquierda ha logrado ser percibida como la defensora de éstos. Pero hay mucho en este rechazo que se debe a factores más sutiles e intangibles. Una pista me la da un recuerdo de juventud. Mi primer trabajo fue como editor en el TLS, el semanario literario que pertenece al Times de Londres. Éramos un grupo joven, bohemio, que con desparpajo corregíamos los textos que nos enviaban eminentes escritores de habla inglesa. Un día, al otro lado del pasillo, se instaló un nuevo suplemento del Times, el de Negocios, y vimos llegar a gente muy extraña.

Eran jóvenes como nosotros, pero vestían de traje y corbata, y hablaban de la Bolsa, de bonos convertibles y de valor presente. A nosotros nos parecían despreciables. Incultos, materialistas, calculadores, consumistas: intercambiábamos epítetos de esa índole para describirlos, con confianza absoluta en nuestra superioridad estética y moral. Y no era, créanme, por envidia, a pesar de sus altos sueldos. Sinceramente, nos inspiraban lástima. Sólo yo tenía algunas dudas. Mi padre era empresario y no se merecía esos adjetivos, pensaba. Además yo y mis compañeros del TLS teníamos camisas y zapatos hechos en fábricas financiadas por bancos, me decía. Una vez me animé a sugerirlo en voz alta. El veredicto fue cariñoso pero tajante. A pesar de mis simpatías trotskistas, yo era, según mis compañeros, de corazón un Tory, un conservador, un “derechista”.

Creo que hay mucha gente que piensa como ellos y que rechaza la derecha justamente porque es práctica y seria, y porque la asocian con afanes “burgueses”, como ordenar, calcular, fabricar. Da lo mismo que sin esos afanes estaríamos expuestos al hambre y la intemperie. La cosa es que no siempre queremos que nos lo recuerden: no queremos que con viles cálculos de costos y beneficios, nos interrumpan nuestros sueños románticos, en que el mundo responde no al fatídico esfuerzo, sino a los caprichos de nuestra voluntad, a las alegres quimeras de nuestra imaginación. Por eso incluso nos dejamos llevar, a veces, por políticos que encarnan la irracionalidad pura, y que nos llevan al vértigo de la aventura sin límites. Por eso los perdonamos aun cuando se les acaba el agua y la luz, como a Chávez, quien todavía tiene seguidores incondicionales, incluso en Chile.

Se me podría objetar, con razón, que hay muchos gobiernos racionales y serios de izquierda, y que el impulso a la irracionalidad colectiva ha sido, en ocasiones, el producto de regímenes llamados de derecha, como los de Hitler o Mussolini. Incluso hay quienes se preguntan por qué un Chávez o un Castro se creen de izquierda, y no fascistas. Sin duda las palabras “derecha” e “izquierda”, como tantas otras en política, a menudo sirven más para confundir u ocultar que para esclarecer lo que, no obstante, son diferencias profundas entre dos visiones del mundo: la práctica y racional, y la voluntarista y utópica.