El Mercurio, viernes 2 de abril de 2004.
Opinión

La farsa de la vida

David Gallagher.

Del polvo que fue al polvo que será, el trecho del hombre-actor no es sólo corto, es vano.

Para coincidir con la Asamblea del BID, se está dando en Lima una magnífica versión de «El gran teatro del mundo», el auto sacramental de Calderón de la Barca. Luis Peirano lo ha montado en el atrio de la Catedral, incorporando su fachada al vistoso escenario.

Los autos sacramentales de Calderón, a diferencia de sus obras profanas, tienen un fin didáctico: el de promover la fe. Sus raíces están en la Contrarreforma y en la necesidad que ésta plantea de un arte efectista, que manifieste la ascendencia de la ortodoxia sobre la herejía, de la fe sobre la duda. Es así que nace el barroco español, del cual Calderón es un gran exponente.

En esta obra, la vida humana es concebida como una representación teatral. Hay un Autor y su brazo derecho, el Mundo. Éstos les asignan papeles a los hombres antes de que nazcan: por ejemplo, el Rey, el Labrador, el Rico, el Pobre. Ninguno puede cambiar de papel, y nadie lo ejerce por mérito propio. El Rico es rico porque le dieron riquezas, que antes estaban enterradas en «las entrañas de la tierra». El Pobre es pobre porque no se las dieron. El «libre albedrío» que el Autor dice darles a sus personajes es precario: les sirve sólo para desempeñar bien o mal el papel ya asignado. Este papel es, en todo caso, efímero: el actor-hombre lo desempeña durante su breve permanencia en el escenario de la vida, esa que se da entre su salida de la cuna y su regreso al sepulcro, cuya similitud de forma con la cuna es una de las metáforas esenciales del barroco español. Del polvo que fue al polvo que será, el trecho del hombre-actor no es sólo corto, es vano. «Salga tu persona desnuda / de la farsa de la vida», le dice el Mundo al Rey, cuando ve que, al morir, éste sigue aferrado a su corona y a su atuendo. «¿Cómo me quitas lo que ya me diste?», pregunta el Rey, razonablemente perplejo. En realidad, la obra roza con el teatro del absurdo, sobre todo cuando el Autor y el Mundo increpan a los personajes por haber hecho justo lo que corresponde al papel que les asignaron.

¿Qué relevancia tiene esta obra para el BID? Según Peirano, Calderón critica «las teorías económicas promovidas por el puritanismo inglés, las mismas que pretendían confundir al egoísmo humano con la providencia divina y que… tienen enorme vigencia en nuestros días.» Este juicio es dudoso. Pero alguna pista nos da. La obra sí es una expresión de cierto tipo de tradición hispana en la que el BID tal vez quiera reflexionar. Porque siempre será pobre e injusta una sociedad jerarquizada y fatalista, como la planteada por Calderón, donde no le compete al hombre asumir responsabilidad por su condición, donde la movilidad social es impensable, y donde la riqueza, además de pecaminosa, es algo que se encuentra bajo tierra.

Desde luego, el mensaje que pretende comunicar un gran autor suele ser menos interesante que el camino que transcurre para llegar a él. Mientras van camino a la muerte, los protagonistas emiten maravillosos versos que expresan todas las vicisitudes de la condición humana. En la versión de Peirano, la muerte es personificada por un conjunto de atractivas bailarinas que, con botas negras, zapatean alrededor de sus víctimas hasta llevarlas al sepulcro.

Peirano le da unos toques peruanos a la obra: el BID también podría meditar en ellos, porque sugieren una salida criolla al fatalismo hispano. Cuando las doncellas de la muerte ya han devorado a todos los actores, irrumpe una pareja que baila una preciosa y sensual marinera. Enseguida hay fuegos artificiales que iluminan la fachada de la Catedral. Todos terminamos celebrando la farsa de la vida.